En 1999, como herencia de mi padre, recibí la casa familiar. No pasó mucho antes que empezáramos a excavar en el patio trasero con la ayuda de nuestro pequeño hijo de siete años. Precisamente, él encontró el bulto de arcilla roja con un mensaje gravado profundamente en la superficie: “¡ATENCIÓN! ¡SENSIBLE AL TIEMPO! SEPULTADO EL CINCO DE JULIO DE MIL NOVECIENTOS DIECINUEVE DE LA ERA DE NUESTRO SEÑOR. NO ABRIR HASTA QUE HAYAN TRANSCURRIDO MÍNIMO 100 AÑOS”.
Mi esposa y yo pensamos que sería divertido imaginar hasta donde nos llevaría la vida en el transcurso de veinte años. En este sentido, la cápsula del tiempo realmente me ayudó a concentrarme en mi familia a medida que crecía. Guardamos la cápsula en una caja que resguardamos en el ático. Mi esposa, hijo y eventualmente mi hija adquirieron la costumbre de hablar sobre la cápsula del tiempo cada 5 de julio.
Solían adivinar lo que contenía e imaginaban lo que harían una vez que se cumpliera el plazo de los veinte años. Le tenía cierto apreció al objeto. Me recordaba todo lo que había tenido que sacrificar como padre durante esos veinte años que se me fueron como agua entre las manos. Una vez que se cumplieron los veinte años, en medio de una ceremonia familiar rompimos la arcilla mientras todos inmortalizaban el momento con sus cámaras.
Rápidamente nos encontramos con una pequeña caja de cobre en buen estado. Retiré la coraza de arcilla y sostuve aquella caja contra mi pecho por un instante mientras la familia me animaba a abrirla. Suponía que encontraría algunos recortes de periódico, fotografías y tal vez estampillas postales. Sin embargo, apenas abrí aquella caja mi hijo soltó la risa más espeluznante que jamás haya escuchado.
Continuó carcajeándose durante varios segundos hasta que se derrumbó tosiendo y jadeando. Mientras tanto, mi hija exclamó sorprendida: “muchachos… puedo verme, fuera de mi cuerpo”. Inmediatamente, mi esposa se levantó y preguntó si podía percibir la fuga de gas o algo más nocivo. No tenía idea de lo que había sucedido con mi familia. Según mis sentidos, todo estaba normal.
Observé dentro de la caja y encontré una tarjeta amarilla cubierta por lo que parecía una roca desmoronada. En el interior se percibía un tenue olor a químico nocivo. Retiré los fragmentos de roca y entonces pude leer lo que habían escrito con una pluma estilográfica:
“Querida persona: si el aire nos tocó antes de transcurridos los cien años, estúdianos y llora pues estamos, y siempre estaremos, más allá de los límites de tu comprensión, estas gemas se mantendrán selladas a la percepción de tu especie por siempre. Por otro lado, si has seguido las instrucciones señaladas en este contenedor y han transcurrido mínimo 100 años, tú, o aquellos que te rodean, podrían haber notado el cambio, una alteración en la percepción, junto a la presencia del Cristalino desestabilizado al interior de la capsula, una reminiscencia de nuestro estado inerte. Son señales de que logramos germinar y encontramos dos nuevos huéspedes adecuados. Al encontrarlos, asumiremos su forma e identidad como mejor nos plazca. No venimos a pelear. Nos respetaremos mutuamente en ese sentido”.
La tos de mi hijo volvió cuando se miró al espejo y pasó los dedos por el cabello. Murmuró su molestia por el largo y dijo: “me lo voy a cortar todo”, con un acento y tono que jamás antes le había escuchado. Después, se dirigió al baño. Mi hija de 15 años, una talentosa gimnasta, se tambaleaba como un becerro recién nacido mientras intentaba ponerse de pie, riendo a carcajadas como si estuviera bajo los efectos de alguna droga. “¡Estas patas! ¡Estas armas! ¡Cabalgo como un escuadrón de tres caballos!”, exclamó mientras su andar se hacia cada vez más fluido y seguro.
Cuando mi esposa preguntó lo que decía la nota, mi hija la arrebató de mis manos, la envolvió y se la comió como si fuera una golosina. No dejaba de reír.
“Nos respetaremos mutuamente”, dijo tarareando como si fuera una canción.
Mis hijos se quedaron en sus habitaciones toda la noche, no bajaron a cenar y a la mañana siguiente simplemente desaparecieron sin llevar absolutamente nada. Dos semanas después, a mi esposa y a mi nos diagnosticaron diferentes tipos de cáncer que ya habían hecho metástasis. Quizá por eso no fuimos elegidos.
Mi esposa ya no pertenece a este mundo, al menos mentalmente, y pronto me tocará a mí. A veces me siento a pensar en la tierra, en aquel mismo lugar donde desenterramos aquella maldición. Me obsesioné tanto con el paso de esos veinte años que no los disfruté como debería haberlo hecho. ¿Qué clase de herencia les dejé a mis hijos?
Ya casi no tengo tiempo, y no quiero perderlo preguntándome donde están mis “hijos” o lo qué eran esas cosas dentro de la cápsula del tiempo. Ya no más.
La única herencia que dejo es esta historia.