En el mito de Isis y Osiris se encierra la esencia de la religión y la espiritualidad de los antiguos egipcios. La historia se inscribe en una compleja cosmogonía con la que los egipcios trataban de explicar el origen del universo. Así, Isis y Osiris eran hijos del dios de la tierra y la diosa del cielo, Geb y Nut respectivamente, que a su vez descendían de otra pareja divina, Shu y Tefnut, creados por el dios primordial del universo, Atum. Isis y Osiris formaban una pareja, y tenían otros dos hermanos también casados, Set y Neftis.
Isis y Osiris se enamoraron y se casaron (recordemos que en la antigua cultura egipcia era común que los hermanos reales se casaran entre ellos para mantener la pureza de la sangre).
La historia trágica del mito nace de la rivalidad entre los dos hermanos varones, Osiris y Set. El primero se presentaba como el dios de las regiones fértiles del valle del Nilo, sobre las que había reinado desde el principio de los tiempos. En esos tiempos primordiales Osiris transmitió a los hombres los conocimientos técnicos y económicos sobre los que se fundamentaba toda la civilización. Set, por el contrario, reinaba en las tierras yermas del desierto y las montañas. Corroído por la envidia, Set decidió tramar una encerrona contra su hermano, convenciéndolo de que se introdujera en un sarcófago que a continuación cerró y arrojó al Nilo.
Un día, en conjunción con otros hombres y divinidades menores, invitó a los dioses a un festín, incluyendo por supuesto, a la enamorada pareja. En medio de la fiesta, Set produjo un impactante sarcófago de oro y dijo que se lo regalaría a la persona que cupiera perfectamente en el. Por supuesto que el astuto Set había mandado a construir al sarcófago con las medidas de Osiris. Cuando éste se introdujo en él, sus cómplices se lanzaron sobre Isis y la sujetaron mientras Set sellaba al sarcófago y lo lanzaba al Nilo.
Isis logró rescatar el ataúd, pero Set se apoderó de nuevo del cadáver descuartizándolo en catorce pedazos, que repartió por todo el país.
Una vez más, Isis tuvo que emprender su búsqueda. Con paciencia de hormiga fue recuperando los pedazos del cuerpo de su esposo. La diosa encontró todas, menos el falo. Siendo Isis, creó un falo de oro; ató las partes de Osiris con vendas (de ahí lo de la momificación) y devolvió el espíritu del esposo al cuerpo con su magia, pudiendo tener sexo con él, por lo que su hijo, Horus, fue engendrado no por el Osiris físico, sino por el espiritual.
Osiris se convirtió en el dios del otro mundo, de las almas y no los cuerpos. Su hijo, Horus, después de pasar muchas desventuras con su madre, por fin venció a Set y se erigió como dios de los hombres; e Isis, la gran diosa, dividió su tiempo en entre el Aquí y el más Allá, para servir al esposo y al hijo, a los vivos y a los muertos, a la tierra y al cielo, convirtiéndose en la mayor de las diosas egipcias, una que transcendería incluso Egipto para ser adorada en Roma, en Europa y en Asia.
En su tiempo Isis fue conocida como la Reina de los Cielos, la Madre de la Dioses, la Protectora de los Pobres y Débiles, La Que es El Todo, Luz del Cielo, Señora de la Magia. Se dice incluso, que las famosas madonas negras, son representaciones de Isis y Horus, adaptadas por la Iglesia y cuyo origen se olvidó con el tiempo. Y todo comenzó por su amorosa y poderosa devoción al esposo perdido, al que amó más allá de la desesperanza, del cansancio, del peligro, del cuerpo y de la vida misma.
Los protagonistas de este mito fueron objeto de cultos especiales a los que se entregaban todas las clases sociales. Así, las ceremonias fúnebres se inspiraban en la historia de Osiris, en quien se veía una promesa de inmortalidad. Isis, por su parte, aparecía como encarnación de los valores de la esposa y la madre. Tras estos dioses descubrimos el pálpito de un pueblo, sus inquietudes y sus expectativas más íntimas, lejos de la imagen hierática que a veces nos inspiran los monumentos de esa civilización desaparecida.
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