El emperador Yongle, de la dinastía Ming, consiguió apropiarse del poder imperial de China en 1402 tras una cruenta disputa con sus hermanos. Una vez en el trono, Yongle fue un mandatario despiadado e inteligente que transformó con puño de hierro el país.
Con la conciencia intranquila por la manera violenta con la que había accedido al cargo, el emperador buscó legitimarse ante la providencia y decidió fundar una nueva residencia para su gobierno en perfecta armonía con el Cosmos. Debía recuperarse el equilibrio y garantizarlo para la posteridad. Fue así como Yongle trasladó la capital a Pekín y mandó edificar la que, a la postre, acabaría siendo una de las nuevas maravillas del mundo moderno: la Ciudad Prohibida.
El proyecto comenzó a idearse en 1406 y no terminó hasta 1420. Durante ese período se movilizaron alrededor de un millón de trabajadores forzosos y unos 100.000 artesanos que desplegaron su labor en una superficie de setenta y dos hectáreas.
Esta ingente obra, propia de los más célebres faraones egipcios de la antigüedad, requirió de los materiales más exquisitos. 100.000 troncos de madera de cedro especialmente seleccionados se enviaron desde las provincias del sur por vía fluvial, aprovechando las lluvias del Monzón, y tardaron hasta cuatro años en llegar.
Gigantescas losas de mármol únicamente podían ser desplazadas desde sus remotas canteras habilitando caminos de hielo en pleno invierno. La fórmula del vidriado aplicado a cada una de las 150.000 tejas que cubren los palacios del complejo se consideraba un secreto celosamente guardado por el maestro artesano hasta que este lo transmitía a su sucesor. Las baldosas que cubren el suelo reciben el nombre de «baldosas de oro» no porque estén hechas de ese metal precioso, sino porque son absolutamente únicas.
Procedían de una fábrica imperial donde cada una de ellas necesitaba dos años de elaboración entre mezcla de barro, varias filtraciones, exposición al sol y cocción a alta temperatura. Por otra parte, los pilares de madera que sustentan los edificios se ensamblaron a sus respectivos tejados sin un solo clavo.
Para ello, todas las piezas se tallaban minuciosamente antes de empezar a construir. Luego se encajaban los componentes, uno tras otro, lo que aceleraba notablemente el alzado de las edificaciones. Gracias a este sofisticado procedimiento de prefabricación, las fuentes antiguas afirman que la ejecución práctica de las obras apenas necesitó tres años.
Pero todo este ingente esfuerzo material estaba al servicio del espíritu del lugar. La Ciudad Prohibida es la traducción occidental del chino Zijin Cheng (Ciudad Púrpura Prohibida), donde Zi alude a la constelación Ziwei o Polar, considerada el centro de los cielos, al igual que el emperador era el centro de la Tierra.
La sílaba jin (prohibido) alertaba del carácter secreto y vedado a los profanos de este complejo palaciego. En consecuencia, la carga metafísica del recinto afectó a toda su planificación arquitectónica. No estamos ante un edificio civil, estamos frente a un santuario político-religioso que recreaba y perseguía la armonía con el Universo.
Dentro de él, el emperador actuaba como el principal guardián y facilitador de esa armonía. A la manera de un cuasi-sacerdote debía periódicamente celebrar ceremonias dedicadas a los dioses. Unos ritos absolutamente vitales para garantizar el buen funcionamiento del Imperio y salvaguardarlo de toda clase de males y calamidades que pudieran perturbarlo. Debido a esta misión y responsabilidad sagrada, el emperador recibió el título de «Hijo del Cielo» desde los tiempos de la dinastía Quin allá por el siglo III a. C.
Cortesía de la más Fea, Cirugiada y Santera de los blog's
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