Aglaonice de Tesalia, la astrónoma griega considerada bruja por predecir eclipses de luna
Las Brujas de Tesalia no es el título de una obra literaria o una película sino la denominación genérica que se dio en la Antigua Grecia a las mujeres que vivieron en esa región entre los siglos III y I a.C., por su presunta habilidad común para calcular la fecha de los eclipses de luna con asombrosa precisión.
En realidad era una generalización de quien verdaderamente sabía predecir esos fenómenos: la tesalia Aglaonice, quien ha quedado inmortalizada por autores como Platón o Plutarco y hoy se la homenajea bautizando con su nombre un cráter de Venus
La etimología de dicho nombre hace deducir que se trata de un apodo, ya que en griego es la conjunción de los términos aglaòs (luminoso) y niké (victoria), traducibles de forma conjunta como victoria de la luz.
Una expresión con resonancias mágicas que subraya el carácter sobrenatural que se atribuyó a sus conocimientos, explicable porque en la civilización helénica, tan extremadamente patriarcal, la mujer tenía un rol secundario: carecía de ciudadanía y, por tanto, del derecho a participar en la vida política; dependía de un kúrios (tutor, ya fuera el padre, marido o pariente); y era educada expresamente para el matrimonio y la procreación, desarrollando la mayor parte de su vida en el gineceo (parte de la casa exclusiva para mujeres).
Al menos, ésa era la condición femenina en Atenas, que es el lugar mejor conocido por la abundancia de fuentes y que se extrapola al resto de Grecia sin tener la seguridad de que fuera así en todas partes (sabemos que en Esparta, al menos, era diferente, con mayor igualdad).
Pero, por lo que se infiere de las referencias escritas, parece que al menos en Tesalia sí debía ser similar, ya que se dio por hecho que sus astrónomas recurrían a artes sobrenaturales y tenían una estrecha vinculación con Hécate, una divinidad primitiva, polimórfica, originaria de Anatolia y protectora del hogar pero también de la hechicería, los fantasmas y la nigromancia.
Por tanto, Aglaonice fue identificada como sacerdotisa del culto hecático y, como tal, recibía de la diosa la capacidad de hacer que el sol y la luna se encendisen o apagasen según su voluntad. Esas características le otorgaron una imagen negativa que la llevaron a aparecer en alguna versión del mito de Orfeo, como responsable de la muerte de su esposa Eurídice al amarla secretamente (murió mordida por una víbora cuando huía de Aristeo, un dios menor). Obviamente, su verdadera virtud era saber calcular los eclipses con precisión total. ¿Cómo podía hacerlo?
Probablemente gracias a un viaje que habría hecho a Mesopotamia con el permiso de su padre, Hegétor de Tesalia. Allí, entre los ríos Tigris y Éufrates, en el territorio que hay entre los actuales Irak y nordeste de Siria, nacieron las primeras civilizaciones y se desarrollaron los conocimientos más avanzados sobre astronomía, especialmente en la parte meridional, donde se ubicaba Caldea, más conocida como Babilonia (aunque la primera más bien era una región de ésta). Y allí fue donde los astrónomos neobabilonios calcularon los saros.
Los saros eran los ciclos lunares establecidos por el caldeo Beroso (que vivió entre los años 350 y 270 a.C.), tras descubrir que cada uno duraba 6.585,32 días, es decir, 18 años, 11 días y 8 horas, coincidiendo en cada ciclo tres periodicidades relacionadas con la órbita lunar: los meses sinódico (de una luna nueva a la siguiente), dracónico (intervalo medio entre dos tránsitos sucesivos de la luna a través del mismo nodo) y anómalo (tramo más largo de la órbita elíptica lunar).
Cada ciclo de saros contenía 84 eclipses, de los que la mitad eran de sol y la mitad de luna. Los sabios babilonios pusieron por escrito los ciclos en tablillas de arcilla y seguramente Aglaonice regresó con algunas; debió aprender a leer la escritura cuneiforme -lo que sería un indicio de que su viaje fue real- y sólo tenía que mirar las fechas.
Para la mayor parte de la gente, sin embargo, se trataba de mera brujería que ella usaba para estafarles y así pasó a la posteridad, como reflejaría el greco-romano Plutarco un siglo más tarde en el capítulo Deberes del matrimonio de su obra Moralia:
“… y ha oído que Aglaonice, la hija de Hegétor de Tesalia, por ser experta en eclipses de luna llena y por conocer de antemano el tiempo en que sucede que la luna es obscurecida por la sombra de la tierra, engañaba y convencía a las mujeres de que ella hacía bajar la luna.”
De hecho, esa capacidad de predicción de Aglaonice se hizo extensiva a las mujeres tesalias en general, como si todas la tuvieran por naturaleza. Otros autores clásicos se hicieron eco de ello. En su obra Las nubes, Aristófanes dice: «Si, comprando una hechicera de Tesalia, hiciera bajar de noche a Selene…» Por su su parte, en su Meleagro, Sosifanes pone: «Todos dicen que cualquier doncella de Tesalia la hace desaparecer [a la luna] con cantos mágicos y, así pues, es engañosa la bajada de Selene del cielo».
Incluso Platón dedicó unas lineas al asunto en Gorgias, poniendo en boca de Sócrates: «Pero sí hay que temer, querido amigo, que no nos ocurra, lo que se dice sucede a las mujeres de Tesalia cuando hacen descender la Luna (…)». Virgilio en sus Églogas y Apolonio de Rodas en sus Argonáuticas también reseñaron el tema, siempre en el mismo sentido. En un contexto tan misógino como el griego, que una mujer pudiera igualar o superar en sabiduría -o en habilidad- a los hombres sólo podía explicarse recurriendo a la hechicería, de ahí que hasta se hiciera común un dicho popular: «Como la luna obedece a Aglaonice».
Cortesía Mona Enojona
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