Aquella cálida tarde del 26 de agosto de 1994 en una hermosa residencia al borde del río Sena y a pocas cuadras de Los Inválidos, donde se encuentra la tumba del Napoleón I, Emperador de Francia, me recibía en compañía de su amable esposa Charles André, Conde Walewski, descendiente directo del gran corso. Pero ¿cómo es posible que un descendiente de Napoleón no lleve el apellido de Bonaparte?
Hagamos un poco de historia. Muchas veces he hablado sobre la desaparición del reino de Polonia y de cómo sus potencias vecinas: Rusia, Prusia y Austria se lo repartieron en tres oleadas sucesivas. Pocos años más tarde Napoleón, que trababa de conquistar el mundo, tuvo una amistad bastante azarosa con Alejandro I, Zar de Rusia. Esta amistad pasaba del amor más platónico a la guerra declarada. Napoleón, en su afán de convertirse en emperador de Europa, ponía como vasallos a reyes en los diferentes países. En muchas ocasiones sentaba a alguien de su propia familia en esos tronos. En uno de esos periodos de enemistad con Alejandro I corrió con su Gran Armada, como se conoce a su ejército, a conquistar Rusia. Para ello tenía que atravesar las tierras de lo que antaño fuera Polonia. No es necesario decir que los polacos recibieron a Napoleón como héroe, pensaban que el francés los ayudaría a recuperar su pérdida libertad y desaparecida patria.
Durante ese viaje a la lejana Rusia, el emperador se detuvo en uno pequeño poblado polaco para cambiar de caballos. Los lugareños se le acercaron y lo aclamaron, entre ellos una hermosa joven, como de unos 20 años que, a pesar de su modesta ropa, demostraba un noble porte. Ella se le acercó y en un perfecto francés le pidió al emperador que intercediera por su Polonia. El encuentro fue rápido pero dejó intrigado al muy mujeriego Napoleón. De inmediato pidió que se averiguara quién era aquella rubia, hermosa como un ángel, de tes blanca como la nieve y de celestiales ojos azules.
Lo que no sabía el emperador es que aquella que con tanto fervor le pidió por su país era una chica de la vieja nobleza campesina empobrecida, María Lecynzka, a la que su madre, para sacar a la familia de sus penurias económicas, la había casado con el Conde Anastazijus Walewski, mucho mayor que ella. A la chica se le había brindado una excelente educación, impartida principalmente por Nicolas Chopin, padre de Federico Chopin el gran compositor, que había emigrado de su Francia natal a Polonia donde posteriormente se dedicó a la enseñanza. Fue el príncipe José Poniatowski, prestigioso apellido polaco y muy conocido en México, quien se acercó a los allegados de Napoleón para anunciarles que él sabía quién era aquella mujer.
Las cartas estaban echadas. Napoleón deseaba intensamente poseer a aquella hermosa mujer y los polacos consideraron que María era el vector ideal para insuflarle a Napoleón sus ansias de hacer resurgir una Polonia independiente. Hasta el propio Anastazijus, el viejo esposo, hacía como que no se enteraba de que su joven esposa desaparecía por las noches de su casa para pasarlas con el emperador.
Al principio la relación fue muy tormentosa. Poniatowski organizó un baile con el solo fin de propiciar un nuevo encuentro entre Napoleón y María. Ella se presentó sencillamente vestida, sin joyas ni oropeles, solo con un simple traje blanco. Al verse solos, Napoleón le soltó sin ton ni son: El blanco sobre blanco no le queda bien. Ella también se sintió ofendida por la violencia del ardor del emperador en su intento de conquistarla. El hecho es que todo se arregló y vivieron un gran romance hasta que María le anunció que estaba embarazada.
Napoleón, que se había tomado muy en serio eso de ser emperador, necesitaba obligatoriamente un sucesor. Josefina, su esposa, ya había tenido dos hijos de su primer marido, pero nada con Napoleón. Como ya había dos hijos las sospechas de esterilidad recaían sobre el marido pero este hijo con la polaca demostraba todo lo contrario. Es cierto que ya el emperador había tenido un hijo con la actriz francesa Eleonor de Noel, pero existían sospechas de que el emperador no fuera el verdadero padre. Ahora, con la prueba irrefutable del nuevo bebé polaco, se abría el camino para repudiar a Josefina con el objetivo de poder establecer una dinastía. Evidentemente, por hermosa que fuera María, no era más que una condesa polaca.
Napoleón, emperador, necesitaba una mujer más cercana a su abolengo, él veía en grande. Primero pensó en una gran duquesa de la familia del zar, pero Alejandro daba largas al compromiso de matrimonio con una rusa.
Finalmente fueron los Habsburgos de Austria los que le concedieron a Napoleón la mano de la archiduquesa María Luisa. Ingratitud de la historia, María Luisa era sobrina nieta de María Antonieta. Se llevaba al trono de Francia como emperatriz a una austriaca, sobrina nieta de la depuesta y guillotinada reina 18 años antes. Pues bien, al hijo de María se le dio el nombre de Alejandro.
El pobre viejo Anastazijus le dio su apellido. Con el advenimiento del Segundo Imperio francés, Napoleón III, que era primo hermano de Alejandro Walewski, le dio diferentes cargos en su gobierno siendo el más importante de ellos el de Ministro de Relaciones Exteriores. Desde entonces, la familia Walewski ha estado muy presente en la política y la economía francesa sin hacer mucho alarde de su prestigioso ancestro.
A la caída de Napoleón, María estuvo muy presente e intentaba estar cerca de su amado. Incluso le devolvió todas las joyas que él le hubiera regalado en mejores tiempos para que pudiera hacer frente a su nueva situación. Cuando Napoleón fue expulsado a Santa Elena, María se casó con un primo lejano del emperador, el Conde de Ornano, y falleció por complicaciones en el parto de una bebita. Antes de su muerte, escribió sus memorias que los historiadores consideran edulcoradas con agua de rosas y en las que describió sus relaciones con el emperador francés como “un sacrificio por su patria”.
Nota cortesía de Ramón
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