Cuando la vi por primera vez hace ya casi tres años, asemejaba más a una sombra que a un ser humano, una aparición esquelética abandonada sobre una cama plegable en un país donde los cadáveres tapizan las calles y los campos. Su mano había sido cercenada por la mitad y la herida se había infectado. El color era de un negro siniestro. Además, había dos heridas profundas en la parte posterior de su cabeza.
No había analgésicos ni anestesia en la pequeña habitación que compartía con otros tres niños. Cuando llegaba el momento de cambiar la ropa, la pequeña se estremecía y lloraba del dolor. Le di a la enfermera mi suministro de paracetamol y una bolsa llena de dulces. Era una oferta inadecuada, pero el único alivio que le podía ofrecer.
La enfermera me dijo que el nombre de la niña era Valentina. Tenía 13 años y su familia había sido asesinada en una masacre ejecutada por soldados y milicia de la etnia Hutu algunas semanas antes, en la iglesia de Nyarubuye. Valentina se encontraba entre un pequeño grupo de sobrevivientes. “Probablemente morirá”, me dijo la enfermera.
Poco tiempo después, deje Ruanda jurando nunca más regresar. En unas cuantas semanas había presenciado una brutalidad y maldad a una escala aterrorizante. Nada me pudo haber preparado para la inmensidad de asesinatos y odio entre los que realizaron la matanza.
Sin embargo, Ruando no se fue, ni el recuerdo de Valentina y los otros sobrevivientes del genocidio. Me enfrenté a una interminable serie de preguntas: ¿cómo pudo suceder eso?, ¿cómo las personas pueden masacrar a los niños?, ¿qué tipo de hombre podría matar a un niño?
Todavía buscaba una respuesta cuando regresé, tres años después. El país había cambiado de forma dramática. Las escuelas habían sido reabiertas y los campos estaban llenos de personas que cosechaban sus cultivos. El sonido de los disparos había sido sustituido por el antiguo refrán en las aldeas africanas: bebés llorando, cabras relinchando y el interminable cantar de los gallos.
La iglesia que había sido el punto principal de la masacre estaba limpia, los cuerpos removidos y colocados en una serie de habitaciones en las cercanías. Esas habitaciones también habían sido el escenario de asesinatos particularmente brutales. Ahora el gobierno los estaba preservado, repletos de esqueletos y cadáveres en descomposición, como un memorial al genocidio.
Algunos minutos después de mi llegada a Nyarubuye descubrí que Valentina no había muerto. Poco después de la última vez que la vi la transfirieron a un hospital y, contra las probabilidades médicas, sobrevivió a las heridas. Ahora, encontrándome frente a frente con ella en la iglesia, vi a una hermosa joven de 16 años que en nada se parecía con la niña desnutrida de tres años antes. Pero no pasó mucho tiempo antes de darme cuenta de que esa nueva apariencia era engañosa. Mientras Valentina me contaba pacientemente toda su terrible historia, me enfrenté con sentimientos que iban del shock a la ira.
La historia de lo que sucedió en la iglesia en Nyarubuye es un testimonio de primera mano sobre la capacidad humana para practicar el mal. Es una historia muy particular sobre la crueldad infringida a niños por adultos, personas en las que confiaban, sus propios vecinos.
Todo comenzó una tarde de viernes a mitad de abril. Desde hacía días los Tutsis de Nyarubuye habían previsto un desastre inminente. Estaban conscientes de que en otros lugares la masacre de su raza ya había comenzado. Diez días antes, Juvénal Habyarimana, presidente de Ruanda, había sido asesinado probablemente por miembros de su círculo político.
Pese a ser Hutu, Habyarimana era visto como un hombre débil por sus acuerdos con los Tutsis y los grupos moderados de oposición Hutu. Los extremistas temían que el acuerdo de división de poderes firmado por Habyarimana debilitara su poder y privilegios financieros.
Su muerte – que los extremistas atribuyeron a los Tutsis – fue el pretexto ideal para una “solución final”, que sugería que todos los Tutsis y Hutus moderados debían ser eliminados. Esto resultaría en el asesinado de la gran mayoría de personas de la comunicad Tutsi en Nyarubuye.
La matanza de Nyarubuye inició con un ataque a los Tutsi en el mercado local. Después de esto, Valentina se dirigió a la iglesia con su familia. Aquella tarde los asesinos llegaron, liderados por Sylvestre Gacumbitsi, el alcalde del lugar. Valentina reconoció a muchos de sus vecinos Hutus entre los más de 30 hombres que rodearon la iglesia. Llevaban palos y machetes y eran apoyados por soldados del ejército ruandés.
Entre la cuadrilla de hombres se encontraba Denis Bagaruka, un señor de 56 años cuyos nietos asistían a la misma escuela que Valentina.
Ella me describió lo que se sucedió a continuación:
“Primero solicitaron a las personas que entregaran el dinero, diciendo que perdonarían a quienes pagaran. Pero una vez que tomaban el dinero los mataban. Entonces empezaron a arrojar granadas. Vi a un hombre ser despedazado en el aire por una granada. El líder decía que eran serpientes y que para matar a las serpientes era necesario arrancarles la cabeza”.
Los asesinatos se desplazaban en dirección a la multitud de hombres, mujeres y niños, cortándolos y apuñalándolos a medida que caminaban. “Si encontraban a alguien vivo, aplastaban su cabeza contra las piedras. Los vi tomando a niños pequeños para golpear sus cabezas una y otra vez hasta que morían. Eran niños que imploraban misericordia, pero los mataban sin dudar”, me dijo. Los asesinatos se extendieron por todo el lugar durante cuatro días. Durante la noche los carniceros descansaban y vigilaban el lugar para que nadie escapara.
Otros niños, que lloraban en el suelo al lado de sus padres asesinados, fueron trasladados y les sumergieron las cabezas en letrinas. Uno de los compañeros de clase de Valentina, un niño de rostro angelical llamado Placide, me contó cómo había atestiguado la decapitación de un hombre frente a él y después la mutilación de una mujer embarazada mientras el asesino alcanzaba un clímax de frenesí.
“Había tanto ruido”, recuerda él. “Las personas imploraban por misericordia y se podía escuchar a la milicia diciendo ‘atrápenlos, atrápenlos, no dejen que nadie escape’”.
Valentina y Placide se ocultaron entre los cuerpos, fingiendo estar muertos. Valentina había sido alcanzada en la cabeza y en las manos con un machete y sangraba profusamente. Siguiendo su instinto de niña, se arrastró hasta el cuerpo de su madre y se tendió allí. Durante la masacre, vio la forma en que la milicia mataba a su padre y a su hermano de 16 años, Frodise.
Tras varios días, Valentina se arrastró hasta una habitación donde había pocos cuerpos. Durante los 43 días que siguieron ella vivió entre los cuerpos en descomposición, muy débil como para levantarse y convencerse de que su mundo se había acabado.
“Rezaba para morir por qué no veía futuro en mi vida. Creía que nadie había sido dejado con vida en el país. Creía que todos habían sido sacrificados”, dijo Valentina.
Bebía agua de lluvia y buscaba entre los restos algo para comer. Había algunos frutos silvestres y granos, pero se hacía más y más delgada a medida que los días pasaban. En las semanas que siguieron, otros niños emergieron de sus escondrijos alrededor de la iglesia. Los más fuertes encendían fogatas y cocinaban lo que lograban encontrar, alimentando a los más débiles, como Valentina.
Entonces, un nuevo peligro apareció: los perros salvajes empezaron a comerse los cadáveres.
“Los perros llegaban por la noche y se comían a los niños muertos en otras habitaciones. Un perro se dirigió hasta donde estaba yo y empezó a comerse un cuerpo. Tomé una piedra y la lancé, ahuyentándolo”.
Y entonces llegó el punto en esta historia en que el vocabulario existente para describir el sufrimiento se hace inadecuado, donde las palabras se marchitan en la cara de una oscuridad implacable. Como reportero, esta historia de mi carrera es la más difícil de contar. Como un padre, escuché la historia de Valentina con un sentimiento que me partió el corazón. Estoy maravillado por su valentía, pero siento una profunda ira por qué le sucedió a un niño cualquiera. Fue difícil mantener esos sentimientos bajo control cuando confronté a uno de los asesinos de Nyarubuye en la oficina del promotor local.
Bagaruka, el abuelo que, según testimonios, era uno de los entusiastas asesinos, recientemente había regresado de Tanzania. Había pasado casi tres años en el campo de refugiados en Benaco, donde la comunidad internacional alimentaba y cuidaba de su familia. El hombre que había colaborado para aterrorizar a los niños de Nyarubuye se mostraba nervioso y evasivo cuando hablé con él.
“Tienes 8 hijos. ¿Cómo, por el amor de Dios, pudiste ayudar a asesinar a un niño?”, le pregunté. Tras una larga pausa, me respondió: “Sabes, todas aquellas personas en la iglesia tenían hijos. Muchos los llevaban sobre sus espaldas, pero ninguno sobrevivió. Todos fueron muertos. No podíamos perdonar la vida de los niños. Nuestra orden era matarlos a todos”.
Me dijo que él mismo había sido huérfano y un hombre Tutsi lo había cuidado como su ángel guardián. Bagaruka había visto a ese hombre perecer en la masacre de Nyarubuye. “Casi me vuelvo loco cuando pienso en ello”, me dice.
Bagaruka confesó algunos de sus crímenes e implicó a algunos de sus amigos y vecinos, con la esperanza de escapar del pelotón de fusilamiento.
Valentina espera que nunca vuelva a la aldea. Ella vive con una tía y otros dos huérfanos. El esposo de su tía y sus tres hijos fueron asesinados en Nyarubuye.
La tía me contó que Valentina tiene un sueño recurrente. Ella imagina a su madre llegando en el medio de la noche. Se abrazan y después Valentina le muestra su mano mutilada, diciendo: “Mamá, ve en lo que me he convertido. Mira lo que me pasó”. Y valentina despierta llorando al ver que su madre desaparece en la oscuridad. Entonces recuerda que está muerta y que se ha ido para siempre.
Sylvestre Gacumbitsi, alcalde de Nyarubuye, incitó personalmente a los habitantes locales al asesinato de los Tutsis, asesinando él mismo a algunos de ellos. El 16 de abril de 1994 lideró una horda de Hutus, entre los que se incluían hasta jueces, para promover la masacre en la iglesia católica de Nyarubuye, que culminó con la muerte de 1,500 personas, incluyendo a la familia de Valentina.
En julio de 1994, con la FPR (el grupo de oposición a los Hutus) tomando la capital Kigali, Gacumbitsi huyó a Tanzania donde permaneció hasta el 21 de junio de 2001, cuando finalmente fue a prisión. El 6 de julio de 2006, Sylvestre Gacumbitsi fue condenado a cadena perpetua. El mismo destino tuvo el sacerdote de la iglesia, Athanase Seromba, que también tuvo parte en la masacre. Según un reportaje de Jim Haddadin, Valetina Iribagiza, hoy con 34 años, vive en Malden, Estados Unidos, cursa enfermería en la Universidad de New Hampshire y trabaja en el Hotel Fairmount en Boston.