En el supersticioso siglo XIX, los desafortunados que enfermaban de tuberculosis podían terminar condenados como vampiros. En el año de 1990, un grupo de jóvenes que se divertía explorando la ciudad de Griswold, Estados Unidos, se encontró con algo interesante: un par de cráneos pertenecientes a miembros de la familia Barber, que habitó estas tierras en el siglo XIX. El entierro de los restos fue algo muy peculiar y los expertos hicieron un profundo análisis de los mismos, aunque la tecnología de esa época no reveló muchos detalles.
La calavera.
De acuerdo con una publicación de la revista Smithsonian, uno de los ataúdes estaba marcado con líneas de clavos que deletreaban “JB 55”. Al interior se encontró una peculiar distribución de los huesos: la cabeza había sido cercenada y colocada sobre el pecho, que fue abierto y posicionado con los fémures de tal forma que se creó una calavera sobre huesos cruzados.
Los estudios revelaron que JB 55 ya había sido sepultado cuando un desconocido lo exhumó e intentó extraer su corazón. Este procedimiento formaba parte de un ritual bien conocido que se practicaba a los “vampiros” para impedir que siguieran perturbando a los humanos.
En aquella época, las personas que enfermaban de tuberculosis empezaban a languidecer, los ojos se les hundían y su piel adquiría un tono grisáceo. Para cualquier efecto, consideraban que había iniciado su transformación en vampiro. Peor aún: había casos tan severos de la enfermedad que los enfermos llegaban a sacar sangre por la boca, situación que terminó fortaleciendo el mito.
Un final desafortunado.
“Suponemos que su cadáver fue reacomodado en la tumba al considerar que se trataba de un muerto viviente”, señaló el arqueólogo Nicholas Bellantoni, responsable del estudio actual que se hizo sobre el caso.
Ante la menor sospecha de que existía un vampiro en la familia, se acostumbraba a exhumar el cadáver y realizar ciertos rituales que supuestamente impedían sus “actividades”. Por ejemplo, si encontraban al muerto con el corazón lleno de sangre, lo consideraban una señal inequívoca de que estaban ante un vampiro. Cuando esto pasaba, quemaban el órgano y, en algunos lugares, acostumbraban a inhalar el humo como una protección contra otros vampiros.
En el estudio se utilizó el perfil de ADN y previsiones basadas en datos genealógicos para vincular al supuesto vampiro con un granjero llamado John Barber. Además, los especialistas analizaron el obituario de 1826 de un niño de 12 años y determinaron que el otro cadáver era de Nicholas Barber, un retoño del “vampiro”. Esta teoría se ve respaldada por el grado de artritis localizado en los huesos, característico de las personas que trabajan en el campo.