El Castillo Aragonés de Isquia, una imponente obra arquitectónica situada sobre un islote ya es imponente por sí solo. La enorme roca volcánica que constituye la base se conecta a la región oriental de Isquia a través de un extenso puente sobre el Golfo de Nápoles, en Italia. Entre los siglos XVI y XVIII, más de dos mil familias encontraron protección contra el asedio de piratas en este majestuoso lugar.
Es una construcción milenaria: los registros históricos señalan que fue edificado por Hierón I, tirano de Gela y de Siracusa, durante el siglo 5 a.C. A lo largo de casi dos mil años, la única forma de llegar a la edificación era sobre una embarcación. Pero, en 1441, Alfonso V de Aragón encomendó la construcción del puente y conectó al castillo con la isla más grande del archipiélago napolitano, Isquia.
El culto a la brevedad de la vida.
Los hombres que edificaron este lugar, jamás imaginaron que los cimientos del castillo servirían de escenario para una horripilante tradición en el futuro. En el siglo XVII, el lugar se convirtió en un convento de la Orden de las Hermanas Pobres de Santa Clara, conocidas popularmente como Clarisas, un grupo de monjas fundado por San Francisco de Asís y Santa Clara en 1212.
Entre las tradiciones de las Clarisas figuraba la del culto a la brevedad de la vida y, para honrar esta filosofía, desarrollaron un hábito por demás peculiar: cuando una de las Clarisas moría, en lugar de sepultar el cuerpo las hermanas lo trasladaban a un recinto en los cimientos del castillo. Allí, acomodaban el cadáver sobre una silla de piedra con un orificio en el asiento, similar al de una letrina.
A continuación, instalaban recipientes especiales bajo el asiento y captaban el líquido producto de la descomposición del cuerpo. Cuando el proceso finalizaba, tomaban el esqueleto restante, lo limpiaban y transferían a un osario.
Hasta aquí hay material suficiente para una buena novela de terror; sin embargo, la práctica iba mucho más allá. La tradición también implicaba que las Clarisas bajaran todas las noches al recinto para visitar a las monjas muertas, donde hacían oración y meditaban sobre el carácter efímero de la existencia. Por supuesto, todo ese tiempo en medio de un ambiente altamente insalubre terminaba provocándoles múltiples enfermedades, muchas veces con resultados fatales.
El Putridarium.
El Putridarium, como solía referirse a este lugar, fue algo relativamente común en muchos conventos al sur de Italia. La idea detrás de esta práctica era dar un seguimiento diario a la apariencia del cadáver, pues la putrefacción de la carne (un símbolo de impureza en la religión) terminaba exponiendo los huesos. Esto propiciaba la reflexión sobre las fases de la purificación que enfrentaba el alma después de la muerte en su viaje al descanso eterno.
El Castillo Aragonés quedó severamente damnificado a causa del incesante ataque sufrido durante las guerras napoleónicas. Posteriormente lo convirtieron en una prisión y, para 1912, se hizo propiedad privada convirtiéndose en el sitio más visitado de Isquia. El putridarium aun existe en los cimientos del castillo, así como los asientos donde se descompusieron los cuerpos de numerosas Clarisas.