La mosca de la fruta, cuyo nombre científico es Drosophila melanogaster, fue el primer animal en visitar el espacio en 1947, una década antes que Laika fuera puesta en órbita por los soviéticos. El insecto hizo el viaje al espacio exterior a bordo de un misil balístico V-2 alemán que fue capturado por los estadounidenses. Sin embargo, esta historia inició en 1910 en una pequeña habitación del tercer piso en la Universidad de Columbia, en Nueva York.
Experimentando con moscas.
Pero más allá de la situación insalubre propiciada por el biólogo, Morgan estaba profundamente entusiasmado. Tras analizar miles de moscas bajo el microscopio, finalmente había descubierto unas con rasgos genéticos muy llamativos, como los ojos blancos en lugar del típico tono rojo. Al cruzar moscas con mutaciones y moscas normales (parecido a como lo hiciera Mendel con los guisantes en 1865) descubrió que los ojos blancos eran un rasgo recesivo, mientras los rojos figuraban como uno dominante.
Posteriormente, a través de una serie de experimentos concluyó que el gen que proporcionaba el color a los ojos de estas moscas se encontraba en los cromosomas X e Y, que determinan el sexo. Así, comprobó que los cromosomas eran como un collar, donde cada fragmento corresponde a un gen.
El descubrimiento significó una auténtica revolución. Tras varias décadas de completo olvido, las viejas teorías del monje austríaco volvían a ver la luz y empezaban a expandirse. La genética se hizo ciencia y, de paso, se llevó una mascota con alas. El tiempo pasó y hoy sabemos que esas moscas resultan mucho más útiles como conejillos de indias de lo que Morgan jamás llegó a imaginar.
El 60% de su genoma es idéntico al de los humanos. 75% de los genes que provocan enfermedades en el ser humano tienen equivalentes perfectos en el insecto. El 50% de sus proteínas tienen análogos en los mamíferos. Sin la Drosophila melanogaster no lograríamos comprender tan bien enfermedades como la diabetes, el cáncer y padecimientos neurodegenerativos como el Alzheimer, Parkinson o Huntington.
Esta misma mosca figuró en las investigaciones de seis premios Nobel de medicina y fisiología (1936, 1946, 1995, 2004, 2011 y 2017).
Los misiles V-2 de los nazis.
Gracias a todas esas contribuciones y servicios prestados a la ciencia, resulta lógico (al menos en la mente de cualquier biólogo) que estas moscas también figuraran como las primeras astronautas. En la última fase de la Segunda Guerra Mundial, tanto la URSS como los Estados Unidos acumulaban un gran arsenal de misiles balísticos alemanes V-2 capturados. En esencia, los V-2 eran bombas gigantes no tripuladas, adaptadas para desempeñarse como cohetes.
Entre 1944 y 1945, los nazis los lanzaron en ciudades como Inglaterra y Bélgica desde territorio alemán, acabando con la vida de civiles de los países Aliados sin tener que arriesgar la vida de sus pilotos.
Los V-2 eran misiles capaces de alcanzar altitudes impresionantes. Es más, si los hubieran lanzado con la intención de llegar al espacio, en lugar de alcanzar una ciudad distante, fácilmente hubieran superado los 100 kilómetros sobre el nivel del mar. Esta altitud, conocida como línea de Kármán, equivale a diez veces la altitud crucero que alcanza un avión de pasajeros moderno, y oficialmente sirve como límite entre la atmósfera terrestre y el espacio exterior.
En aquella época, ni la unión Soviética ni los Estados Unidos habían alcanzado una tecnología de propulsión tan potente. Por eso, en los primeros años de la Guerra Fría los programas espaciales de ambos países aprovecharon la tecnología nazi.
Las primeras moscas astronautas.
Fue así que el 20 de febrero de 1947, un misil V-2 modificado despegó de un campo de pruebas en el desierto de Nuevo México. Tres minutos y 10 segundos después, el aparato se encontraba a una altitud registrada de 109 kilómetros. A bordo se encontraba una cápsula repleta de moscas, la llamaron Blossom. Posteriormente, la cápsula fue eyectada y volvió a la superficie terrestre amortiguada por un paracaídas.
Los insectos fueron recuperados y transportados al laboratorio. El objetivo era indagar el efecto de la exposición de un ser vivo sin protección a la radiación del espacio exterior, donde la atmósfera ya no ofrece protección.
¿Los resultados? Los insectos retornaron en buen estado y listos para la próxima misión. Desafortunadamente, la Drosophila melanogaster no se llevó el título del primer ser vivo terrestre en ser lanzado al espacio pues, varios meses antes (a finales de 1946), esporas de hongo fueron lanzadas a bordo de otro V-2, aunque estas jamás fueron recuperadas.
La carrera espacial y otros animales astronautas.
Comprender lo que sucedía a un organismo vivo en el espacio exterior era una preocupación latente. En 1926, un antiguo estudiante del laboratorio de Morgan llamado Hermann J. Muller descubrió que los rayos x eran capaces de producir alteraciones genéticas artificiales en las moscas (gracias a esto obtuvo un Nobel en medicina). Ahora quedaba claro que los genes, esas unidades fundamentales de la genética, tenían vulnerabilidades y que los profesionales, como los encargados de operar los rayos X en los hospitales, estaban en riesgo.
Es interesante pensar que una de las imágenes más aberrantes del imaginario popular en la atmósfera que siguió a la Guerra Fría (la de la radiactividad provocando cáncer y enfermedades congénitas) fue un misterio resuelto un siglo antes. Marie Curie fue una de las víctimas más célebres de la radiación pues ignoraba el peligro al que se expuso durante toda su carrera.
Las moscas de la fruta allanaron el camino para todos esos animales que llegarían a visitar el espacio: cuatro monos carismáticos llamados Albert (1-4) también viajaron a bordo de cohetes V-2 de los Estados Unidos entre 1948 y 1949. La más célebre de estos animales astronautas fue Laika, una perra de Rusia que en 1957 se convirtió en el primer ser vivo en entrar en órbita. En 1961 tocó el turno al más simpático de todos: Ham, el chimpancé de la NASA que aparece en la fotografía anterior.