LO BUENO: Momentos de patriota.
Antonio López de Santa Anna ingresó al ejército realista como cadete del regimiento de Veracruz, a los 16 años. En 1821 se adhirió al Plan de Iguala y en seis meses ascendió en la escala militar del ejército Trigarante. Cuando Iturbide se proclamó emperador, enarboló la bandera republicana, apoyó a Guadalupe Victoria, respaldó a Vicente Guerrero y se convirtió en “el héroe de Tampico“, tras derrotar al español Isidro Barradas en su intento de reconquistar México en 1829. Luchó en la Guerra de los Pasteles contra Francia en 1838, batalla en la que perdió una pierna.
LO MALO: Veleidoso, ambicioso y superfluo.
Santa Anna ocupó en 20 años once veces la silla presidencial, aunque en tiempo efectivo sólo gobernó seis años; hizo y deshizo a su antojo y conveniencia. Con la misma facilidad que apostaba a “los gallos”, disolvía congresos, los volvía a instalar y cambiaba la forma de gobierno de federal a central sin el menor empacho. Más que el cargo de vendepatrias que le asignó la historia oficial, su mayor culpa fue haber fomentado la división de la clase política y provocar un largo periodo de inestabilidad que llevó al país a varios conflictos internacionales en los que se perdió gran parte del territorio nacional.
Durante su último periodo suprimió la libertad de prensa, canceló los derechos individuales y exilió a sus opositores, entre ellos a Melchor Ocampo y Benito Juárez.
LO FEO: Oda a los excesos.
Antonio López de Santa Anna se hizo llamar “Alteza Serenísima” se auto dedicó monumentos en todo el país, destinó los fondos de la hacienda pública al lujo y al derroche; y cobró impuestos absurdos por la tenencia de perros, puertas y ventanas. Su desmedido afán por enriquecerse le valió el apodo de “el quince uñas“.
El descontento del pueblo fue aumentando y una vez destituido no cejó en su intento de volver al poder; durante la intervención francesa quiso prestar sus servicios al segundo imperio, pero su ofrecimiento fue rechazado. Murió viejo, solo, despreciado y sin recursos.