Lejos de la actuación profesional diversas personas han adoptado identidades que no les pertenecen, incluso con títulos falsos y extrañas historias para respaldarse. Sus motivaciones no siempre han sido económicas: se han apropiado de existencias ajenas que les dan ‘color’ a sus vidas.
La identidad personal es un área que ha intrigado a filósofos, psicólogos y literatos de todas las épocas. El filósofo judío Martin Buber (1878-1965) sostuvo que «en este mundo cada persona representa algo nuevo, algo que no ha existido todavía, algo único y original«, por lo que «es deber de cada uno saber que nunca ha existido en el mundo nadie semejante a él, porque si hubiera existido alguien semejante a él, ya no sería necesaria su existencia«. Esa identidad, ese sentido del ‘yo‘, es lo más íntimo de cada persona; se construye mediante un proceso social y depende del papel que el sujeto decida desempeñar en su medio.
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Pero, ¿qué pasa cuando alguien renuncia a su identidad para adquirir otra? Es un fenómeno más amplio de lo que parece y abarca expresiones tan diversas como la reasignación de género o la aculturación. También puede tratarse de una caprichosa reinvención personal -el sujeto dice ser quien no es porque prefiere ser otro-, o de un delito, cuando una persona suplanta a otra por intereses materiales. Las historias de suplantación y robo de identidad han sucedido a lo largo de los siglos y las sociedades. Aveces cabe considerarlas meros crímenes; otras, la expresión de una profunda necesidad psicológica. El inventario de casos que se presenta a continuación ejemplifica esta diversidad de propósitos y evidencia uno de los ejes conceptuales de la posmodernidad: la identidad es un proceso móvil y activo, la persona puede adquirir un nuevo significado ante sí misma y ante los demás, para concluir, empleando el título de un libro del autor italiano Luigi Pirandello (1867-1936), que todos somos «uno, ninguno y cien mil«.
El maestro de la impostura: el legendario Ferdinand Waldo Demara.
El impostor más famoso ha sido Ferdinand Waldo Demara (1921-1982). Inicialmente intentó ingresar a las órdenes monásticas; tras fracasar, en 1941 se incorporó al Ejército de Estados Unidos bajo el nombre de Anthony Ignolia. Luego de buscar de nuevo entrar en un monasterio, se alistó en la Armada. No alcanzó el rango que deseaba, fingió suicidarse y con el nombre de Robert Linton French ejerció la psicología como terapeuta y docente. Al ser descubierto por el Ejército y la Armada, fue llevado a prisión. Cuando recuperó la libertad simuló ser ingeniero civil, abogado, experto en cuidado infantil, investigador especializado en cáncer, editor y hasta monje benedictino.
Su mayor hazaña ocurrió durante la guerra de Corea (1950-1953) cuando tomó la identidad de Joseph Cyr, especialista en traumatismos, y atendió a los heridos en el barco Cayuga, de la Armada canadiense; operó con éxito a diecinueve soldados basándose en un manual de cirugía. Al descubrirse su fraude, no fue acusado porque ningún paciente había muerto. Demera vendió su historia a la revista Life y se dedicó a empleos menores. Con credenciales falsas trabajó como guardián de la prisión de Huntsville, Texas, pero al darse a conocer públicamente quién era, fue despedido.
En los años sesenta se desempeñó como consejero en una misión de Los Ángeles y se dedicó al estudio de la Biblia en el colegio Multnomath de Portland, Oregon. Murió en 1982 por complicaciones de la diabetes. Su vida fue objeto de la novela El gran impostor, de 1960, escrita por Robert Crichton, adaptada al cine en 1961, y estelarizada por el actor Tony Curtis.
Regreso de ultratumba: El timador Arthur Orton.
En 1854 el inglés Roger Charles Doughty Tichborne, heredero de su rica familia, se embarcó con destino a América. La nave se perdió en el océano y nunca se volvió a tener noticias de sus pasajeros. Lady Tichborne, madre de Roger, no pudo aceptar que estaba muerto e insertó diversos anuncios en periódicos de América del Sur y Australia, donde creía que podía encontrarse.
En 1865 recibió una carta remitida desde Australia supuestamente por su hijo. En realidad la había enviado un tal Arthur Orton, malviviente que fraguó un plan para estafar a la anciana. Lady Tichborne acordó una cita con él en París. Para la entrevista alquilaron la habitación de un hotel. Orton fingió estar enfermo y solicitó que el recinto se mantuviera en penumbra. Como desconocía la vida del heredero Tichborne, durante la conversación incurrió en varios equívocos. Mencionó recuerdos de su abuelo (a quien el verdadero Roger nunca había visto) y refirió que había servido en el ejército como soldado (Roger no lo había hecho).
Aunque estos errores bastaban para desacreditarlo Lady Tichborne los aceptó como verdades. Pensó que «Roger» se hallaba confundido y le asignó una pensión vitalicia de mil libras anuales. Otros miembros de la familia no aceptaron la mentira y descubrieron la identidad del impostor. Lady Tichborne murió en 1868 y Orton fue llevado a juicio en 1873. Se le declaró culpable de perjurio y fue sentenciado a trabajos forzados. Murió sumido en la pobreza, pero exigió que su ataúd llevara una placa metálica con el nombre de Roger Tichborne.
Amor en duda: el regreso de Martin Guerre.
En 1539, en el pueblo de Artigat, Gascoña, Francia, se casaron Martin Guerre, un campesino de apenas catorce años, y Bertrande de Rols, de edad semejante e hija de una familia acomodada. El matrimonio tuvo un hijo y llevó una vida normal hasta 1548, cuando Martin fue acusado de robar a su padre, y desapareció de la aldea.
En el verano de 1556 llegó al pueblo un hombre que dijo ser Martin Guerre. Era idéntico y tenía las mismas señas particulares. Bertrande lo identificó y le dio la bienvenida. Vivieron juntos tres años y tuvieron dos hijos. Martin reclamó la herencia de su padre, que había cobrado su tío, Pierre Guerre, casado con la madre viuda de Bertrande. Pero ambos sospecharon que «Martin» era un impostor. Los intentos iniciales por enjuiciarlo fracasaron debido al respaldo de Bertrande, sin embargo Guerre aseguró que el hombre era Arnauld du Tilh, maleante de una población cercana. En esta segunda ocasión logró que Bertrande se sumara a la acusación.
El juicio se ventiló en Rieux. Tanto el acusado como su mujer refirieron idénticos detalles sobre su vida en común antes de la desaparición. Se presentaron más de ciento cincuenta testigos. Unos aseguraron que era Martin; otros, que era Anauld du Tihl, y algunos más se negaron a tomar partido. El hombre fue condenado a muerte, aunque inició una apelación en Toulouse. Entonces apareció el verdadero Martin Guerre. Arnauld du Thil confesó su engaño: lo había suplantado por intereses económicos. Fue ejecutado en la horca en 1560. El verdadero Martin nunca perdonó a su esposa por no haber desenmascarado al impostor.
Inventor de una cultura: el fraude de George Psalmanazar.
A comienzos del siglo XVIII un personaje cuyo nombre aún se ignora viajó por Europa con una identidad falsa, haciéndose pasar por japonés convertido al cristianismo. Su facilidad para los idiomas y curiosidad por el Oriente le permitió acercarse a distintos círculos. En 1702 se hallaba en los Países Bajos y William Innes, capellán del Ejército Británico, descubrió su engaño. Aceptó guardar el secreto si Psalmanazar (como se hacía llamar) viajaba a Inglaterra, se hacía pasar como nativo de Formosa y narraba que gracias a Innes se había convertido al cristianismo.
En aquel tiempo Formosa (parte del actual Taiwán) era poco conocido y el impostor pudo contar las historias más fantásticas sobre ese lugar, incluso inventó el idioma «formosano» y los miembros de la Iglesia Anglicana lo contrataron para que lo enseñara a los misioneros y tradujera la Biblia a esa lengua. Gracias a su prestigio como erudito, se le asignó una cátedra en la Universidad de Oxford. En 1704 publicó Una descripción histórica y geográfica de Formosa, que gozó de una amplia difusión. Este volumen abundaba en detalles exóticos; decía, por ejemplo, que en la fiesta de Año Nuevo los nativos de Formosa sacrificaban a dieciocho mil niños para complacer a sus dioses y luego se los comían.
Las inconsistencias de sus relatos y los testimonios de algunos viajeros que habían estado en Formosa hicieron que en 1706 su engaño quedara al descubierto. Tras renegar de sus mentiras, permaneció en Inglaterra y escribió un libro de memorias. Falleció en 1764.
Fantasías orientales: la princesa Caraboo.
En 1817 un clérigo de Almondsbury, al sur de Inglaterra, recibió una visita a medianoche. Se trataba de una chica andrajosa que no hablaba inglés. La condujo al despacho de Samuel Worrall, el magistrado local. Éste y su esposa intentaron comunicarse con ella a través de señas. La joven les dijo que se llamaba Caraboo y era una princesa del Lejano Oriente. Según su relato, había sido secuestrada por los piratas y vendida al capitán de un barco. Había logrado escapar y mendigaba para sobrevivir. La ‘princesa’ comía sólo vegetales, dormía en el suelo, llevaba un tocado de plumas en el cabello y tocaba el pandero. Nadie reconocía su idioma.
Una amiga de la señora Worrall le comentó que Caraboo se parecía a una antigua inquilina suya, llamada Mary Baker. Cuando ambas se entrevistaron la ‘princesa‘ tuvo que reconocer la verdad. Originaria de Devon, Inglaterra, había huido de su hogar y sumado a un grupo de gitanos que le enseñaron actuación y a vestirse de modo pintoresco. Estuvo casada con un hombre del que aprendió un poco de árabe y malayo. Cuando éste la dejó, se dio a la vagancia y construyó su falsa identidad. Conmovidos por la historia, los Worrall la ayudaron a cumplir su sueño de viajar a Estados Unidos. El barco hizo escala en Santa Elena, donde se hallaba cautivo Napoleón Bonaparte. Mary asumió la identidad de Caraboo, remó hasta la costa y visitó al general francés. Pasó una temporada con él y luego regresó a Inglaterra para dedicarse a la venta de sanguijuelas.
¿Sangre azul?: el delirio de Anna Anderson.
La hija menor del zar Nicolás II y la zarina Anastasia de Rusia, a inicios del siglo XX, fue la gran duquesa Anastasia, nacida en 1901. Durante el mandato de su padre estalló la Revolución Rusa y la familia fue detenida por los bolcheviques, quienes decidieron ejecutarlos la noche del 17 de julio de 1918 en el sótano de la casa donde se hallaban arrestados. Los soldados recibieron la orden de fusilarlos, deshacer sus cadáveres con ácido sulfúrico y ocultarlos en el bosque. Sin embargo corrió el rumor de que Anastasia había quedado malherida y la había rescatado un soldado de apellido Tchaikovski.
En 1920 una mujer llamada Anna Tchaikovsky Anderson intentó suicidarse arrojándose a las aguas del río Spree, en Berlín. Fue internada en una clínica, donde afirmó ser Anastasia, la hija de los zares. La historia fascinó a la Europa de aquel tiempo. A su favor estaba el inquietante parecido con la princesa y sus detallados recuerdos de la familia imperial. Incluso la abuela paterna de la duquesa la reconoció como su nieta. Pero el convencimiento no fue general. Anna Anderson murió en 1983. A finales de esa década, la caída del comunismo en la Unión Soviética permitió el acceso a los restos de la familia real, y los especialistas comprobaron, mediante análisis de ADN, que correspondían a los cadáveres de sus siete miembros, entre ellos Anastasia. Las investigaciones posteriores hallaron que Anderson era la polaca Franziska Schanzkowska, quien estuvo casada con el soldado Tchaikovski, presente en la muerte de los Romanov. Enferma de amnesia, asumió como propia la identidad de Anastasia.
Las muchas vidas de un hombre: el mentiroso Stanley Clifford.
En las décadas de 1930 y 1940 Stanley Clifford Weyman se hizo pasar por cónsul de Estados Unidos en Marruecos, embajador de Perú en Estados Unidos, cónsul general de Rumania en Nueva York, agregado militar de Serbia en Washington y especialista en protocolos del Departamento de Estado. Para ello asumió la identidad falsa de Stephen Weinberg. En 1941 fue encarcelado, estuvo preso siete años y, al salir, fingió ser un experimentado periodista. Obtuvo el empleo de reportero, acreditado ante la Organización de las Naciones Unidas. A diario transmitía noticias para una radiodifusora y entrevistó a varios diplomáticos y políticos de renombre.
Cuando conoció a los miembros de la delegación de Tailandia ante la ONU, les contó que había trabajado en la Oficina de Servicios Estratégicos de Estados Unidos. Los diplomáticos le ofrecieron el puesto de agregado de prensa. Clifford quiso jugar limpio y en 1951 dirigió una carta al Departamento de Estado para preguntar si podía aceptar el empleo. El Departamento revisó sus antecedentes y descubrió las suplantaciones que había llevado a cabo. Notificó sus hallazgos al gobierno de Tailandia, el cual retiró de inmediato su oferta.
Tras ser despedido de la estación de radio consiguió trabajo como portero en un hotel de Nueva York y falleció en agosto de 1960, al tratar de impedir un asalto. Una frase suya resume su personalidad: «La vida de un hombre es bastante aburrida. Yo viví muchas vidas y por eso nunca me aburrí«.
El sustituto: la tragedia de Christine Collins.
El 10 de marzo de 1928 el niño Walter Collins desapareció de su domicilio en Los Ángeles, California. Su madre, Christine Collins, se había ausentado para cubrir horas extras en su empleo. Cuando regresó, lo buscó en el barrio y luego acudió al Departamento de Policía. Éste, al estar muy desprestigiado por su corrupción, consideró que el caso podría afectar su imagen, y a los pocos días informó a la madre que el pequeño había aparecido. Pero Christine se sintió desconcertada al encontrarse con el niño: no era su hijo.
Entonces regresó a la policía para reportar que el niño era un impostor. Las autoridades hicieron caso omiso y cuando ella insistió sobornaron a un psiquiatra para que le diagnosticara una enfermedad mental. Fue internada en el pabellón psiquiátrico del Hospital General del Condado de Los Ángeles y allí permaneció diez días. Salió de la institución al descubrirse que todo era un ardid de la policía. El impostor Arthur Hutchins hizo una breve declaración escrita: «No soy Walter Collins. Lo dije porque quería estar en las películas de Hollywood«.
El destino del verdadero Walter nunca se supo. Aunque se le cuenta entre las víctimas de los ‘Crímenes de Wineville‘ (los homicidios cometidos en Los Ángeles entre 1928 y 1930 por el psicópata Gordon Stewart Northcott), éste nunca aceptó haberlo matado y sus restos no estaban en la granja donde fueron hallados los despojos de las víctimas.
Atrápame si puedes: El elusivo Frank Abagnale.
La historia de uno de los impostores más hábiles del siglo XX fue difundida con la película Atrápame si puedes dirigida por Steven Spielberg. Muy joven Abagnale cometió fraudes menores, pero al alcanzar la mayoría de edad sus delitos fueron más atrevidos; consistieron en la falsificación de cheques y estafas a bancos mediante la invención de identidades, con las que obtuvo más de cuarenta millones de dólares en ganancias.
Además, se hizo pasar como piloto aéreo, viajó gratis en más de 250 ocasiones y cargó a las aerolíneas sus gastos de alimentación y estancia en hoteles. Falsificó un certificado de estudios de la Universidad Columbia e impartió clases de Sociología en la Universidad Brigham Young. Con el nombre de Frank Conners fingió ser pediatra y trabajó en un hospital de Georgia. Su siguiente paso fue falsificar un título de abogado de la Universidad Harvard. Tras presentar y aprobar satisfactoriamente el examen de la barra de abogados de Louisiana, se incorporó a la oficina del fiscal general.
En 1969 fue capturado por la policía francesa y más de diez países solicitaron su extradición. Estuvo en cárceles de Francia y Suecia. Se le extraditó a Estados Unidos, pero escapó en el aeropuerto John F. Kennedy e intentó huir a Brasil. Tras ser recapturado y encarcelado, fue liberado bajo la condición de asesorar a la policía en casos de falsificación y fraude. Luego fundó su empresa, una consultoría en temas de seguridad, activa hasta la fecha (www.abagnale.com).
Cadáver heroico: el soldado William Martin.
En 1942 los alemanes sabían que los aliados planeaban ocupar Sicilia, por lo que estos últimos diseñaron un plan para confundirlos. El Servicio de Espionaje de la Marina Británica propuso dejar el cadáver de un supuesto correo militar, portador de ‘documentos secretos’, flotando en las costas de España para que el gobierno franquista lo hallara y pasara la falsa información a sus aliados nazis.
El primer paso del plan consistió en conseguir un cadáver con las características de un ahogado. Los aliados le inventaron la identidad de William Martin. En su equipaje depositaron una cartilla en que se asentaban sus facultades para realizar «operaciones combinadas». También llevaba una carta del Segundo Jefe del Alto Estado Mayor Imperial dirigida al general Alexander, comandante del Ejército en África. Le explicaba que el objetivo de la invasión no era Sicilia, sino un punto diferente en el Mediterráneo. Otro de los documentos era una carta de Lord Mountbatten en la cual se insinuaba que los aliados pensaban desembarcar en la isla italiana de Cerdeña.
El submarino Seraph soltó el cadáver. Las autoridades españolas informaron a los diplomáticos de Gran Bretaña, quienes reclamaron sus restos y los sepultaron con todos los honores. Los documentos llegaron en mayo del mismo año y un examen científico reveló que habían sido leídos. La información falsa alcanzó a las autoridades alemanas y Hitler concentró su estrategia en Cerdeña. Los aliados invadieron Sicilia fácilmente porque sólo enfrentaron a las fuerzas italianas y a dos guarniciones alemanas.
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