Si decimos a alguien que vamos a hacer algo y luego no lo hacemos estamos incumpliendo una promesa. Independientemente de aquello que hayamos prometido, hemos adquirido un compromiso y moralmente estamos obligados a cumplirlo. Hay dos banderas que deberían estar unidas: prometer y cumplir.
Una cuestión de credibilidad
Una persona tiene credibilidad ante los demás si sus acciones y sus hechos no se contradicen. Si digo A pero mi conducta expresa B, estoy trasmitiendo una actitud falsa. Exactamente lo mismo sucede con las promesas. Su incumplimiento me convierte en alguien poco fiable, una persona que habla por hablar.
Por el contrario, si aquello que me comprometo a hacer lo hago, me transformo en alguien que no genera dudas, en alguien de fiar.
En el lenguaje popular se dice que alguien tiene palabra cuando aquello que dice lo cumple. Esta forma de actuar ayuda a fortalecer la voluntad personal y, paralelamente, proyecta en los demás una imagen de credibilidad.
El cumplimiento de las promesas es una regla de oro para la convivencia. Si dicha regla se incumple, se debilita la confianza entre las personas y los lazos afectivos se deterioran.
Un padre que da la palabra a su hijo y luego se olvida de ello o pone cualquier excusa por haber incumplido, está sembrando decepción y desconfianza.
Si hacemos promesas y sabemos que no vamos a cumplirlas, es mejor cerrar la boca
En ocasiones queremos satisfacer a los demás y decimos que vamos a hacer esto o lo otro, pero en el fondo somos conscientes de que no es cierto. Con esta forma de actuar estamos obrando mal en un doble sentido: nuestras palabras pierden todo su valor y quienes esperan el cumplimiento del compromiso se sienten finalmente decepcionados.
Somos grandes creadores de excusas
Es relativamente fácil encontrar una excusa que nos justifique ante los demás cuando no cumplimos con nuestra palabra. El abanico de excusas, pretextos y disculpas es casi infinito.
Si adquirimos un compromiso y por cualquier motivo no podemos realizarlo, tenemos dos opciones: elegir un pretexto más o menos convincente o bien dar la cara y ofrecer las explicaciones oportunas que justifiquen nuestro incumplimiento. El primer camino es probablemente el más fácil y cómodo, pero en el fondo es una conducta mediocre y típica de un perdedor.
Quien da la cara ofrece la mejor versión de sí mismo, pues actúa sin miedo y sin mentiras.