En la historia de la epidemiología, una de las lagunas más grandes es la del sudor inglés, también referida como sudor anglicus o pestis sudorosa, una enfermedad extremadamente contagiosa y mortal que apareció durante el reinado de Enrique VII y se desvaneció misteriosamente para 1578. De forma particularmente extraña, este “sudor maligno” devastó territorio inglés durante los brotes y nunca traspasó la frontera con Escocia.
En 1485, con la Batalla de Bosworth, la costosa guerra de las Dos Rosas llegaba a su fin y Enrique VII se colocaba la corona como rey de Inglaterra. Tan solo algunos días después de la victoria, en septiembre, una extraña enfermedad aquejaba a los sobrevivientes de la batalla que habían acompañado al rey hasta Londres.
El primer brote de sudor inglés en Londres.
“A mediados de septiembre, en esta época de otoño, una nueva enfermedad reina en la ciudad y otras partes del Reino: que por su inusual forma de manifestación empezó a ser referida como “Enfermedad del sudor maligno”. Es de rápido contagio, escuece la piel de los enfermos y se transmite a los individuos saludables. En tan sólo un día la enfermedad se instala y contamina, provocando que un hombre que amaneció completamente sano manifieste sus terribles efectos por la noche.
No suficiente con la extrema facilidad de contagio, hay algo tenebroso en los dominios de esta enfermedad. Apareció dos semanas antes de la coronación del nuevo rey, a finales de octubre, y rápidamente evolucionó hasta convertirse en una epidemia letal. Muchos creyeron que se trataba del regreso de la Peste Negra, pero con ella no se oscurecían las venas ni los humores, tampoco aparecían bubas bajo la piel, ni siquiera las manchas púrpuras o síntomas semejantes a los de esa febril pestilencia.
Los médicos hacen referencia a vapores que se apoderan de los humores, agitando a la víctima y produciéndole un sudor irracional. Ningún remedio es capaz de reducir su incidencia y una vez que se instala en una víctima, el desenlace más probable es la muerte. Incontables personas perecieron de forma repentina y no había tumbas suficientes para los cadáveres que se apilaban sobre la vía pública”.
Con estos perturbadores detalles Francis Bacon realizó la descripción del primer brote. Sin embargo, el sudor inglés apareció un total de cinco veces más en Inglaterra: 1506, 1517, 1528, 1551 y 1578.
Prueba divina.
En el brote que surgió entre 1528 y 1529, la enfermedad logró extenderse por Europa, principalmente en la región de Escandinavia, Hamburgo, Rusia, Polonia y el este de Lituania. Dinamarca y Holanda también sufrieron contagios, pero España, Francia e Italia ni se enteraron de la epidemia. En todos los demás brotes se limitó a Inglaterra y jamás rebasó las fronteras al Norte con Escocia, país que siempre quedó exento.
En 1528, el sudor inglés alcanzó territorio irlandés matando, en una sola semana, a un canciller, un arzobispo, una par de señores, cuatro ministros y una gran cantidad de ciudadanos. Toda vez que su aparición y diseminación empezó en Inglaterra, además del peculiar hecho de que sus víctimas eran casi exclusivamente ingleses, la enfermedad empezó a ser referida como sudor anglicus (el Sudor de la Anglia).
La controversia en torno a la enfermedad no se hizo esperar, y durante el siglo XVI los investigadores discutían sobre los orígenes y la sospecha de que fuera una maldición contra los ingleses. La religión aseguraba que se trataba de una prueba de Dios, un desafío cuyo fin era evaluar la fe y devoción de los ingleses frente a las calamidades. Londres fue una de las ciudades más afectadas, y el pánico desatado por el sudor inglés fue incluso mayor al de la Peste Negra.
El sudor de la muerte.
Los síntomas eran claros: iniciaba con escalofríos, dolores musculares y temblores que nada tenían que ver con el frío. Después, evolucionaba a fiebre elevada, fatiga e incapacidad para mantener la vigilia. Sin embargo, uno de los síntomas más distintivos de la enfermedad era la excesiva transpiración, situación que muchas veces sacaba de quicio a los enfermos. Un sudor escurría constantemente por la piel de los enfermos y los envolvía en un hedor fétido.
Un médico impresionado por los síntomas llegó a escribir: “los enfermos se deshacían en un sudor amarillento y nauseabundo, como si espontáneamente la bilis les brotara por los poros”. Después del sudor incontrolable, la piel se llenaba de heridas rojas que daban comezón y después se escamaban. Algunas veces evolucionaban en dolorosas ampollas pruriginosas que generaban una incomodidad indescriptible.
Los más afortunados morían en unas cuantas horas. Los registros apuntan que el promedio de vida para los enfermos una vez manifestados los primeros síntomas era de entre 14 y 24 horas, y la última fase de la enfermedad resultaba particularmente aterradora pues la piel tendía a deshacerse (o licuarse), dejando carne y músculos expuestos. Los pocos afortunados que lograban superar la profusa sudoración sin manifestar heridas o ampollas en la piel, generalmente sobrevivían. Otros, perdían tantos líquidos por un flujo de orina constante, en lugar del sudor, que terminaban muriendo deshidratados.
Esa deshidratación era causante de una sed agonizante, alucinaciones, intensos dolores de cabeza, convulsiones y el coma. Peor aún, los médicos dedujeron que hidratar a los pacientes en esta fase podría resultar contraproducente y se negaban a proporcionarles cualquier tipo de líquido. Evidentemente, los desgraciados pasaban una muerte horrible por culpa de tratamientos absurdos.
La enfermedad que “mataba a los ricos”.
El sudor inglés tenía otra característica que lo diferenciaba de otras enfermedades medievales: se diseminaba con mayor facilidad en la cúpula social. Para muchos, esta característica era la prueba de que la enfermedad era sobrenatural pues los más ricos eran puestos a prueba con mayor convicción. En Londres, los marginados sociales referían a la enfermedad con el mote de “mata ricos”. Durante el primer brote murieron prefectos, mercaderes, comerciantes y señores. Sí, también perecieron individuos pobres, pero estaba claro que el sudor inglés tenía cierta predilección por los más acaudalados.
Johannes Caius, quien llegó escribir un tratado sobre el sudor anglicus, anotó:
“Aquellos que padecen sudores y corren el riesgo de morir generalmente son individuos en buenas condiciones que se alimentan bien y beben mejor que los más desafortunados. Se desconocen las razones del fenómeno pues, de forma general, aquellos que mejor se alimentan son más propensos a una vida larga y saludable”.
Y si alguien tenía la fortuna de sobrevivir al sudor inglés, esto no se traducía en inmunidad permanente. El cardenal Wolsey logró sobrevivir a tres brotes, logrando sobreponerse incluso después de ser desahuciado. Otro personaje ilustre que pasó por el sudor inglés fue Ana Bolena, quien llegaría a casarse con Enrique VIII.
Remedios y curas contra el sudor inglés.
Por supuesto que aparecieron toda clase de remedios, muchos de los cuales aceleraban o empeoraban la enfermedad. Uno de los remedios más socorridos era sumergir al enfermo en una mezcla de agua, cerveza, aceite y otras sustancias que supuestamente limpiaban el sudor maligno. Muchos fueron completamente sumergidos en bañeras, arroyos o ríos y terminaron ahogados debido a la extrema debilidad.
Otra cura que se volvió popular fue embadurnar a los enfermos con manteca de cerdo para tapar los poros y disminuir la transpiración. El uso de hierbas no se hizo esperar, y una de las favoritas fue el alcanfor que se convirtió en autentico aliado para tratar los síntomas del sudor inglés. Solían quemar estas plantas en un ambiente cerrado de forma que el enfermo inhalara todo el humo y pudiera limpiar la enfermedad.
La desesperación de los enfermos.
Pero también surgieron técnicas mucho más radicales. Por alguna razón se creía que los burros eran capaces de sacar la enfermedad del organismo enfermo, y para ello había que permitir que estos animales lamieran el sudor y las heridas. Una de las “curas” más agonizantes implicaba cubrir al enfermo con sal gruesa, de forma que previamente se tenía que atar al pobre desgraciado para que soportara el tormento.
Los curanderos se dedicaron a recetar toda clase de cosas. En algún momento, empezaron a utilizar tubos que insertaban en las gargantas de los pacientes para suministrar cosas locas como aceite de pescado, solución salina, leche aceda, aserrín con agua y toda clase de sustancia que pudiera ofrecer algún alivio.
Sin embargo, entre estos remedios extraños apareció uno muy loco. Requería cortar trozos de una vestimenta contaminada que había pertenecido a un santo, hervir la tela en un caldero y preparar una especie de sopa asquerosa que el enfermo debía beber. Obviamente, todos los remedios antes mencionados se mostraron ineficaces y muchas veces empeoraban la enfermedad.
Enrique VII, el chivo expiatorio.
Aunque el sudor inglés fue devastador en poblaciones locales, su impacto en la demografía del país no resultó tan grave. El pánico provocado por el brote de 1485 terminó provocando un éxodo en Oxford, ciudad que se volvió fantasma en cuestión de días. Aquella primera embestida del sudor inglés perduró a lo largo de cinco semanas y se desvaneció justo a tiempo para la coronación de Enrique VII en la Abadía de Westminster el último día de octubre de 1485.
Para los supersticiosos de aquella época, esta coincidencia entre el nuevo reinado y el surgimiento de la enfermedad era un mal presagio. Varios empezaron a culpar al monarca de la desgracia, sugiriendo que era un castigo por la forma en que Enrique se había apoderado del trono (aniquilando a sus opositores). Los rumores empezaron a crecer hasta que el papa Inocencio III salió al quite, amenazando con la excomunión a todo aquel que se opusiera al derecho legítimo del rey.
Los otros brotes de sudor inglés.
En el año 1508 se produjo el segundo brote masivo de sudor inglés y, por pura casualidad, el reinado de Enrique VII llegaba a su fin. Una vez más, la enfermedad apareció en Londres y se extendió rápidamente a Cambridge y Oxford tomando la vida de terratenientes y eruditos en las universidades. Sin embargo, duró mucho menos que el episodio anterior y por ello se hicieron menos registros.
La muerte gobierna Londres en 1517.
La tercera epidemia llegó en 1517, y esta sí que fue mucho más grave. Para esas fechas ya reinaba Enrique VIII que, con toda la corte, se refugió en Windsor donde la enfermedad aún no provocaba estragos. Londres se volvió una ciudad extremadamente peligrosa, y aquellos nobles que decidieron quedarse empezaron a morir. A lo largo de 24 semanas, el sudor inglés mató a uno de cada cuatro capitalinos. A otras ciudades les fue peor, y su población se vio reducida a la mitad tras el brote.
Nuevamente, docentes y estudiantes de Cambridge y Oxford figuraban entre las víctimas. Y cuando finalmente llegó a la frontera con Escocia, ahí se detuvo. El brote fue tan grave que la religión autorizó la incineración de los cadáveres en una evidente falta a los preceptos cristianos, pero era algo totalmente necesario pues las montañas de muertos surgían en todos lados.
El brote de 1528 en Europa.
El primer brote que traspasó fronteras fue el de 1528. Nuevamente, la enfermedad empezó en Londres, devastó rápidamente las principales ciudades de Inglaterra y avanzó hasta las fronteras con Escocia y Gales. Sin embargo, empezaron a reportar casos en Dublín, donde el sudor maligno afectaba tanto a irlandeses como a ingleses.
La enfermedad viajó a bordo de buques que recorrían el mar Báltico y el mar del Norte y entonces empezó a matar en Dinamarca, Holanda, Alemania, Escandinavia, Rusia y Polonia. Alemania, profundamente afectada por la fiebre tífica, tuvo que lidiar con una plaga colosal.
Muchos historiadores se preguntan si el sudor inglés fue causante directo de la reducción demográfica vista en Europa occidental entre 1528 y 1529. Para los ingleses, el regreso de la enfermedad se convirtió en un auténtico apocalipsis y muchos optaron por suicidarse antes de sufrir un contagio. El Reino estaba sumido en una ola de terror, los campos dejaron de producir y una hambruna se apoderó de Inglaterra matando todavía más personas.
El último gran brote de sudor inglés.
En 1551 tuvo lugar el último gran brote de sudor inglés. Sin embargo, esta vez empezó en Schrewsbur donde perecieron casi mil personas. En un intento por contener la enfermedad, tomaron la decisión de incendiar la ciudad e intentaron levantar campamentos especiales para los enfermos. Pero las cosas no salieron bien y la enfermedad se esparció velozmente alcanzando a las ciudades más importantes de Inglaterra.
Nuevamente, las víctimas principales fueron ingleses en el país y en otras regiones continentales. Los extranjeros no la padecieron y aparentemente gozaban de inmunidad. La enfermedad llegó a matar a Lady Mar, una de las hermanas de Enrique VIII. El monarca abandonó la ciudad y se refugió en Gales, escapando nuevamente de la epidemia que devastó a su pueblo.
¿Cuál fue el origen del sudor maligno?
Aparecieron toda clase de especulaciones sobre el origen de la enfermedad. Algunos la atribuían al clima de la región, a las nevadas, a los hábitos de los ingleses y a toda clase de condiciones particulares. Sin embargo, todo apunta a que el sudor inglés fue una epidemia infecciosa, y al igual que enfermedades como la malaria, fiebre tífica y plaga resultó extremadamente letal, aunque su origen jamás fue descubierto.
Los epidemiólogos sospechan que pudo tratarse de un arbovirus transmitido por insectos, principalmente mosquitos. Casualmente, los brotes aparecían en épocas de lluvia donde las zonas pantanosas de Gran Bretaña se infestaban de mosquitos. Además, las montañas de Escocia y Gales habrían funcionado como una barrera natural para la migración de los insectos que suelen evitar los climas fríos del norte. Sin embargo, estos virus son típicos de las zonas tropicales y solamente una mutación podría explicar su existencia en Inglaterra.
Pero, lo cierto es que se desconoce exactamente lo que provocó los temibles brotes de sudor inglés. De igual forma se desconocen los motivos por los que las principales víctimas fueron ciudadanos ingleses.