viernes, 1 de octubre de 2021

NICOLÁS II, EL ÚLTIMO ZAR DE RUSIA

 


El 1 de noviembre de 1894, Nicolás II sucedió a su padre como zar de Rusia. Sería el último de los Romanov, la dinastía que durante tres siglos llevó las riendas de uno de los imperios más extensos del mundo, pero que a finales del siglo XIX necesitaba urgentemente reformas profundas, de tipo económico pero sobre todo político. Mientras la mayoría de países europeos había adoptado formas diversas de democracia, Rusia seguía anclada en el Antiguo Régimen como reflejaba el propio título del soberano, “Emperador y Autócrata de Todas las Rusias”.

El último zar quiso ignorar el tiempo que le había tocado vivir y encarnar el modelo del gobernante autocrático, un rol para el que además no estaba preparado. Su inflexibilidad ante los cambios se unió a su falta de experiencia y su carácter inseguro, un cóctel que se convirtió en su perdición y arrastró consigo a todo un imperio.


“NUNCA QUISE SER ZAR”

Nicolás accedió de forma prematura al trono a los 26 años tras la inesperada muerte de su padre, el zar Alejandro III, a causa de una enfermedad. Debido a su juventud apenas se había formado como gobernante y, a pesar de su cultura, tenía un conocimiento escaso de la realidad de su propio país y poca habilidad en la diplomacia internacional, algo que él mismo reconocía: “No estoy preparado para ser zar, nunca quise serlo. No sé nada del arte de gobernar, ni siquiera sé cómo hablar a los ministros”.

Esta inseguridad fue su perdición, ya que era incapaz de oponerse públicamente a sus ministros al considerar que ellos tenían más experiencia. Esto le llevó a menudo a dejar los asuntos en manos de otros y a ser fácilmente manipulable por gobernantes extranjeros, como el káiser alemán Guillermo II, que lo convenció de tomar una iniciativa desastrosa, la de entrar en guerra con Japón en un intento de reafirmarse como primera potencia de Asia. La guerra fue un fracaso para Rusia; su prestigio quedó muy tocado y el descontento entre la población desató una ola de revueltas a lo largo de 1905.

Un hombre en particular tuvo una influencia fatal en los asuntos de gobierno: Grigori Rasputín, un místico en quien su esposa confiaba ciegamente. La zarina Alejandra lo consideraba un enviado de Dios y no dudaba en transmitir sus consejos a su esposo, que la amaba profundamente y cumplía todas sus peticiones. La creciente influencia de Rasputín sobre la pareja imperial suscitó el odio de los nobles y los ministros, que finalmente lo asesinaron el 30 de diciembre de 1916.

Rasputín había llegado a la corte imperial en 1905, el mismo año en el que Rusia vivió una ola de agitación revolucionaria a causa de la falta de derechos políticos y las malas condiciones de vida de campesinos y obreros, que se habían agravado con la derrota en la guerra ruso-japonesa. El zar, al que sus tutores habían inculcado la creencia en su derecho autocrático, tuvo que dar su brazo a torcer y permitir algunas reformas de carácter democrático, la más importante de las cuales fue la creación de una asamblea legislativa, la Duma.

Sin embargo, ante los primeros intentos de ejercer cualquier poder real, Nicolás II reaccionó disolviendo la asamblea y persiguiendo a los parlamentarios más críticos con él. Las dos primeras cortes, con una presencia importante de socialistas, tuvieron una vida muy corta, mientras que en la última reinó el caos por las actuaciones del zar en la Primera Guerra Mundial: la decisión de ponerse él mismo al mando del ejército y dejar el gobierno en manos de la zarina Alejandra, completamente bajo la influencia de Rasputín.


EL FIN DE LA RUSIA ZARISTA

El zar no percibió en el asesinato del “monje loco” -como así llamaban a Rasputín- el aviso inminente de su propio fin. El gran descontento entre los parlamentarios hacia él y su esposa, unido a las derrotas militares de Rusia, desembocaron en la Revolución de Febrero de 1917. Las protestas por las malas condiciones de gran parte de la población, agravadas a raíz de la guerra, forzaron a la Duma a nombrar un gobierno provisional liderado por Aleksandr Kérenski, un revolucionario moderado del que esperaban que pudiera mantener bajo control la situación.

Nicolás II, inamovible en la creencia de su derecho innato a reinar, había obviado la gravedad de la crisis hasta el último momento. En un principio pensó que podía salvar la dinastía abdicando a favor de su hijo Alekséi, pero la magnitud del descontento hacia su familia y la débil salud del heredero lo impidieron. El 2 de marzo renunció a sus derechos y a los de la dinastía, poniendo fin a tres siglos de historia de los Romanov.

El emperador, depuesto y detenido por los revolucionarios, aún albergaba la esperanza de una vida cómoda en el exilio. El rey inglés Jorge V, primo del zar, había ofrecido hospitalidad a la familia en su país; Kérenski apoyaba esta opción, pero el Sóviet de Petrogrado se opuso y las presiones políticas en Europa llevaron a sus aliados a ignorar las peticiones de asilo una tras otra. Temiendo por la seguridad de la familia imperial, Kérenski decidió enviarlos a la capital de Siberia occidental, Tobolsk. Antes de partir les dio una clara advertencia: “Los sóviets desean mi cabeza, y después irán a por usted y su familia”.


EL ASESINATO DE LOS ROMANOV

Aunque al principio la familia imperial gozó de una cierta libertad en Tobolsk, el aviso de Kérenski no tardó en hacerse realidad. En octubre de ese mismo año los bolcheviques tomaron el poder y el gobierno provisional huyó al extranjero, con lo que los Romanov perdieron su único salvavidas. León Trotski quería trasladarlos a Moscú para someterlos a un juicio público, pero otros sectores más radicales no se conformarían con eso.

Se organizó un nuevo traslado, esta vez a Ekaterinburgo, a la espera de poder enviarlos con seguridad a Moscú. Pero el estallido de la guerra civil en Rusia hizo temer la liberación del zar y con ella una contrarrevolución a gran escala contra el gobierno bolchevique, por lo que el 16 de julio de 1918 las autoridades comunistas tomaron una decisión definitiva: ejecutar a los Romanov de inmediato.

Esa misma madrugada, el oficial Yakov Yurovsky despertó al zar Nicolás, su esposa Alejandra, el zarévich Alekséi y las cuatro hijas: Olga, Tatiana, María y Anastasia. Los llevó al sótano de la casa donde estaban retenidos, les informó de la orden de ejecución y enseguida dio la orden de abrir fuego. En pocos minutos, toda la familia fue asesinada a disparos y golpes de bayoneta, tras lo cual sus cuerpos fueron llevados al bosque y quemados.

El hecho de que los cadáveres hubieran sido eliminados en secreto dio lugar, durante las décadas siguientes, a varias teorías conspiratorias según las cuales algunos de los hijos habrían sobrevivido. En 1979 los cuerpos fueron descubiertos por Alexander Avdonin, un arqueólogo aficionado; pero seguía faltando uno: el de una de las hijas, probablemente la más joven, Anastasia. A causa de ello, a lo largo de los años aparecieron diversas mujeres que afirmaban ser la última superviviente de los Romanov. Solo en 2007 se identificaron los restos de esta última y se cerró finalmente la historia de una dinastía legendaria.



Cortesía de Doña Chona



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