“Cuesta un ojo de la cara” es una expresión común en nuestro idioma que suele emplearse frente a un producto costoso. Pero, ¿te has preguntado cómo surgió? Irónica y literalmente, el origen de esta popular frase revela que alguien pagó ese precio. El desafortunado protagonista de esta historia es Diego de Almagro (1479-1538), compañero del conquistador español Francisco Pizarro en su aventura por América.
En 1524, ambos escucharon leyendas sobre un pueblo en el Nuevo Mundo que comía y bebía en vasijas de oro. Reunieron a sus tropas y zarparon hacia tierras desconocidas. En la primera expedición solamente llegaron hasta Ecuador. Sin embargo, en el segundo emprendimiento surgió evidencia tangible sobre la existencia del Imperio Inca.
En 1526, salieron de Panamá abordo de dos pequeñas embarcaciones y llegaron a las costas de la actual Colombia. Allí tuvieron su primer contacto con las inmensas riquezas de aquella civilización. Al desplazarse hacia el sur, hicieron frente a balsas repletas de guerreros incas que admitían la existencia de aquel gigantesco tesoro.
Mientras tanto, los reyes españoles buscaban oro y plata en sus colonias para sustentar la economía del imperio. Al enterarse de la existencia del oro inca, autorizaron a sus exploradores la conquista de Perú. Y es en este lugar donde Almagro tuvo que pagar un alto precio por su ambición.
Durante el asedio a una fortaleza inca, el explorador español perdió un ojo en la batalla. Tras la disputa, se presentó ante el emperador Carlos I y le dijo: “defender los intereses de la Corona española me costó un ojo de la cara”.
Obviamente, el conquistador siguió relatando las consecuencias de sus hazañas para todo aquel dispuesto a escucharlo. La frase se repitió tantas veces que la adoptaron los soldados y posteriormente la población civil.
Si la anécdota sobre el origen de esta frase no te parece lo suficientemente cruel, hay otra versión. Dicen que la frase “cuesta un ojo de la cara” surgió de una vieja práctica en Mesopotamia. Este pueblo solía arrancar los ojos de aquellos que ponían en riesgo la estabilidad del gobierno.
En Asiria, organizaban cruentas batallas en las que los prisioneros perdían manos, pies, orejas y ojos. Al final, con los enemigos ciegos e incapaces de defenderse, todo quedaba más tranquilo.
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