Hermann Ahlwardt era un hombre de origen humilde que trabajaba como director de una escuela en Alemania. Atormentado por las deudas que no hacían más que acumularse, en 1889 llevó a cabo un crimen que parecía pensado específicamente para generar rechazo: se robó los ahorros destinados a la fiesta navideña de los niños de la escuela. Evidentemente, el plan le salió mal y fue despedido del cargo.
La comunidad judía en Alemania.
“De una minoría religiosa en ostracismo, la comunidad judía lentamente empezó a transformarse en uno de muchos grupos étnicos de una sociedad cada vez más pluricultural, junto a minorías como los daneses, polacos, alsacianos, etc.”, apunta el historiador británico Richard J. Evans. “Sin embargo, a diferencia de los otros grupos, en términos generales la comunidad judía era económicamente exitosa”.
Los judíos se habían instalado en la parte más progresista de la economía, sociedad y cultura, por lo que se convirtieron en un objetivo fácil para los conspiradores. Estos individuos sin escrúpulos aprovechaban la situación y dirigían sus discursos a aquellos individuos más afectados por los nuevos tiempos, desempleados o las personas que se encontraban en una situación económica poco favorable.
Este público anhelaba el regreso de un estilo de vida más recatado, seguro, ordenado y jerarquizado – “como imaginaban que existió en el pasado”, dice Evans. Y los judíos representaban lo opuesto a estos anhelos. Esta comunidad era un símbolo de la modernidad social y cultural, situación que se hacía mucho más evidente en Berlín, ciudad que en el año de 1873 fue arrastrada por una profunda crisis económica mundial, misma que se desató por una caída en las inversiones realizadas en la industria ferroviaria de los Estados Unidos.
Un montón de pequeñas empresas se vieron afectadas y tuvieron que cerrar sus puertas en Berlín, situación que fue capitalizada por estos predicadores antisemitas que rápidamente esparcieron el rumor de que la culpa había sido de los financieros judíos.
Los antisemitas llegan al poder.
La década de 1880 vio florecer a multitud de líderes antisemitas, quienes salieron del clóset sin el más mínimo pudor. Fue el caso de Ernst Henrici, personaje con un discurso tan virulento que sus seguidores incendiaron una sinagoga en Pomerania. También estaba Adolf Stöcker, fundador del Partido Social Cristiano, una organización política abiertamente antisemita.
Fue con esta clase de personajes que Hermann empezó a desenvolverse. Cierta ocasión, publicó un libro donde aseguraba que el banquero judío Gerson von Bleichröder estaba sobornando al gobierno de Alemania. En la obra se anexaron una serie de documentos que supuestamente comprobaban el tráfico de influencias. Sin embargo, al poco tiempo se descubrió que el propio Hermann había fabricado estas pruebas y tras ser desenmascarado lo condenaron a cuatro meses de cárcel.
Una caricatura de Hermann Ahlwardt publicada en 1892. El “Hep-Hep” que puede leerse en el instrumento musical hace referencia a una serie de motines en 1819 en la que se propiciaron ataques contra judíos en diversas ciudades.
Un criminal reincidente de la calaña de Hermann no se quedaría de brazos cruzados, y tras obtener la libertad volvió a orquestar una de sus trampas. A través de múltiples publicaciones falsas y sensacionalistas, empezó a divulgar la versión de que un fabricante de armas judío vendió de forma deliberada al gobierno alemán rifles defectuosos, todo en el marco de una conspiración franco-judía que pretendía derrotar a las fuerzas armadas de Alemania.
Nuevamente, las triquiñuelas de Hermann fueron desenmascaradas y fue condenado a cinco meses en prisión, aunque en esta ocasión no llegaría a pisar la cárcel ni un solo día. En lugar de pagar por sus acciones, se volvió diputado y adquirió inmunidad.
La culpa de los judíos.
Durante ese proceso electoral Hermann se dedicó a escupir discursos en un distrito rural de Brandemburgo, una región sumamente afectada por la crisis. Aquella campaña a base de mentiras terminó valiéndole su elección para el Reichstag. Los campesinos pasaban por serias dificultades económicas debido a una caída mundial en los precios de los productos agrícolas, pero Hermann Ahlwardt echó la culpa de esto a los judíos, y los alemanes mordieron el anzuelo.
Resultaba mucho más fácil “dilucidar” un problema complejo enfocándose en echar la culpa a un grupo específico de la comunidad que recurriendo a conceptos intelectuales, etéreos y contra intuitivos (fenómeno que no ha cambiado mucho desde entonces en nuestra sociedad). Si este chivo expiatorio estaba representado por una minoría religiosa distante, que solía habitar los grandes centros financieros y desde hacía siglos venía siendo objeto de prejuicios, mucho que mejor.
Se trataba de un antisemitismo listo para consumir, especialmente para aquellos alemanes que sentían el gobierno los había desamparado y se veían como el alma de la cultura alemana.
El discurso repleto de mentiras y racismo aseguró a Hermann un lugar en el Parlamento y, de pasada, la inmunidad parlamentaria (un beneficio político que aún está vigente en Alemania, parecido al fuero mexicano). Allí hizo equipo con otros congresistas que seguían la filosofía antisemita. En la década de 1890, se cimbró la estructura de los partidos tradicionales. El Partido Conservador vio amenazada su hegemonía en las zonas rurales, lo que los llevó a aprobar el combate a “la influencia judía ampliamente segregadora e inoportuna en la vida popular”.
La evolución del discurso antisemita.
Con la llegada del nuevo siglo, los malos entendidos entre los diputados independientes antisemitas y la reacción de los partidos tradicionales terminaron por arrinconarlos en el juego político. Aunque el discurso antisemita se suavizó un poco, su esencia ya había permeado en la escena política de Alemania. El Partido del Centro, una de las más influyentes agrupaciones políticas del imperio, se vio enfrascado en una retórica antisemita parecida. A medida que los judíos se integraban más a la sociedad alemana, el discurso antisemita fue evolucionando.
Los prejuicios religiosos fueron pasando de moda y empezaron a ascender las justificaciones raciales. Los judíos, que “dejaron morir a Jesús”, ya no solo se debían excluir de la cultura alemana, ahora había que exterminarlos.
La vida de Hermann Ahlwardt siguió siendo turbulenta. Tras múltiples malos entendidos con sus colegas antisemitas, decidió emigrar a los Estados Unidos, aunque después regresó a Alemania para combatir la masonería. Sus constantes problemas financieros lo metieron en un problema y otro hasta que murió en un accidente automovilístico en 1914. Sí, así de decepcionante fue la vida de un patético racista que ayudó a sembrar la semilla del mal en el centro del poder en Alemania.
Todos sabemos lo que siguió. En 1933, los alemanes otorgaron el poder a otro partido político hasta entonces inexpresivo: el Partido Nacionalsocialista Obrero Alemán.
Nada más como último detalle: el “socialista” en el nombre del partido de Hitler fue un gancho para atraer a trabajadores desatentos e inconformes con todo lo que sucedía en esa época. Irónicamente, algo parecido sucedió con la República Popular “Democrática” de Corea.