No resultaba extraño encontrar a Tarrare metido en una alcantarilla mientras engullía desperdicios por montones. Este hombre, que habría nacido en algún momento del año 1772, formó parte del Ejército Revolucionario Francés en la década de 1790 y tenía una característica peculiar: un hambre casi inhumana. Incluso tras consumir raciones equivalentes a las de cuatro soldados, podía vérsele escudriñando entre la basura engullendo cada trozo de desperdicio.
Seguramente unos cuantos de sus compañeros sólo querían deshacerse de él. Y es que Tarrare no sólo mendigaba la comida del ejército, sino que apestaba tan terrible que un vapor visible surgía de su cuerpo como las líneas que aparecen en los dibujos animados.
Sin embargo, un par de cirujanos en el ejército, el Dr. Courville y Baron Percy, consideraban que Tarrare era demasiado fascinante como para simplemente dejarlo ir. Querían desentrañar los misterios del extraño sujeto, anhelaban saber porqué era capaz de comerse una carretilla completa de comida y aún permanecer con hambre.
¿Quién era Tarrare?
Tarrare, el “come gatos”.
Tarrare había sido aquejado por un descomunal apetito durante toda la vida. A medida que crecía se iba haciendo cada vez más insaciable, por lo que al llegar a la juventud sus padres, incapaces de costear las pilas de comida para alimentarlo, simplemente decidieron echarlo de casa.
En esta época se ganó la vida trabajando como comediante itinerante. Coincidió con una banda de ladrones y prostitutas que hacían recorridos por Francia, los primeros se dedicaban a extraer las carteras de la audiencia mientras las segundas ofrecían un espectáculo. Tarrare se integró como una atracción más al equipo: el hombre increíble que podía comerlo todo.
Su enorme y deformada mandíbula era capaz de abrirse a tal grado que allí podía verterse una canasta repleta de manzanas y sus mejillas podían almacenar hasta una docena de las frutas como si fuera una ardilla. El hombre devoraba corchos, piedras y animales vivos enteros, todo para complacencia y disgusto del público.
De acuerdo con aquellas personas que observaron su acto:
“Atrapó a un gato entre sus dientes, le arrancó las entrañas, succionó la sangre y lo comió hasta que solamente quedó el esqueleto. También solía comer perros de esta misma forma. Dicen que en cierta ocasión devoró una anguila sin masticarla”.
La mala reputación de Tarrare lo acompañaba a donde quiera que iba, incluso en el reino animal. Uno de los cirujanos que se interesó en su condición, Baron Percy, garabateó entre sus notas:
“Los perros y gatos se doblan de terror por su aspecto, como si anticiparan el destino que les espera”.
Piel flácida y un hedor indescriptible.
Tarrare tenía auténticamente desconcertados a los cirujanos. A los 17 años, apenas alcanzaba los 45 kg de peso. Y a pesar de que comía animales vivos y basura, aparentemente estaba sano. Su apariencia era la de un hombre joven con un apetito inexplicablemente insaciable.
Cómo puedes imaginar, su cuerpo no era nada agradable de ver. La piel de Tarrare presentaba diversos grados de flacidez que se habían ido generando a medida que el órgano soportaba toda la comida que echaba por su garganta. Cuando comía, su región abdominal podía llegar a inflarse como una pelota. Pero poco tiempo después, diligentemente se encaminaba al baño y liberaba prácticamente todo, dejando un pastel que los cirujanos describieron como “fétido más allá de lo concebible”.
Cuando su estómago se vaciaba, la piel le colgaba de una forma tan pronunciada que podían observarse pliegues de la misma entorno a su cintura, como si se tratara de un cinturón. Las mejillas le colgaban como orejas de elefante.
Todos estos pliegues colgantes de piel eran parte del secreto sobre cómo podía acomodar tanta comida en su boca. Su piel era tan elástica como una banda de caucho, habilidad que le permitía amontonar cantidades colosales de comida entre sus mejillas.
Sin embargo, el consumo desmesurado de tales cantidades de alimento producía un olor bastante desagradable. Como bien apuntan los registros médicos:
“A menudo apestaba a tal grado que resultaba insoportable a una distancia de 20 pasos”.
Siempre estaba presente, un hedor terrible que emanaba de su cuerpo. Su cuerpo era caliente al tacto, por lo que invariablemente estaba empapado de sudor que apestaba como agua de alcantarilla. Y todo esto lo envolvía en un vapor pútrido que podía observarse alrededor de su cuerpo, una nube visible de pestilencia.
La misión secreta de Tarrare.
En la época que los cirujanos lo encontraron, Tarrare había abandonado su vida como comediante itinerante y se dedicaba a luchar por la libertad de Francia. Sin embargo, los franceses no lo querían. Lo mandaron a traer del frente de batalla y fue enviado a las oficinas de los cirujanos, donde el Dr. Courville y Baron Percy le practicaron una prueba tras otra intentando comprender aquella maravilla médica.
Sin embargo, el general Alexandre de Beauharnais estaba convencido de que Tarrare podía ayudar a su país. En medio del conflicto entre Francia y Prusia, el general vio en la extraña condición de Tarrare el pretexto perfecto para convertirlo en un “mensajero indetectable”.
Beauharnais llevó a cabo un curioso experimento: colocó un documento al interior de una caja de madera, lo entregó a Tarrare para que lo comiera y esperaron a que pasara por su organismo. A continuación, un pobre desgraciado tuvo que escudriñar entre los desechos de Tarrare para extraer la caja y ver si el documento se mantenía legible.
El experimento fue un éxito y Tarrare recibió su primera misión. Disfrazado como un campesino prusiano, se infiltró en las líneas enemigas para entregar un mensaje secreto a un coronel francés cautivo. El mensaje se encontraba oculto al interior de una caja de madera debidamente protegido en el estómago de Tarrare.
El fallido intento de espionaje.
Tarrare no llegó demasiado lejos. Tal vez debieron considerar que un hombre con colgantes de piel y una pestilencia insoportable podría ser rastreado a kilómetros de distancia o llamar la atención de forma inmediata. Además, como el supuesto campesino prusiano era incapaz de expresarse en alemán, no tardó mucho antes que los prusianos descubrieran que Tarrare era un espía francés.
El hombre fue despojado de sus prendas, inspeccionado, azotado y torturado durante buena parte del día antes de rendirse. Tras algún tiempo, Tarrare terminó quebrándose y contó a los prusianos sobre el mensaje secreto que escondía en su estómago.
Lo encadenaron a una letrina y esperaron. Durante horas, Tarrare se mantuvo sentado con su culpa y dolor, a sabiendas de que había abandonado a su compatriota mientras esperaba que sus tripas se movieran.
Cuando finalmente lo expulsó, todo lo que el general prusiano encontró dentro de la caja fue una simple nota solicitando al receptor le dejara saber si Tarrare la había entregado con éxito. Resulta que el general Beauharnais no confiaba lo suficiente en Tarrare como para encomendarle cualquier tipo de información valiosa. No era más que otra prueba.
El general prusiano se puso tan furioso que inmediatamente ordenó colgaran a Tarrare. Pero, cuando se tranquilizó sintió una profunda lástima por aquel hombre flácido que lloraba de forma desconsolada en el patíbulo. Cambió de opinión y permitió que Tarrare retornara a las líneas francesas, advirtiéndole con una breve paliza que jamás volviera a intentar un truco como ese.
Tarrare y su conversión al canibalismo.
Una vez que regresó “sano” y salvo a casa, Tarrare rogó a sus jefes en el ejército que no le encomendaran otra misión como mensajero. No quería volver a pasar por lo mismo, se los dijo, y suplicó a Baron Percy que lo convirtiera en una persona normal.
Percy hizo lo mejor que pudo. Alimentó a Tarrare con píldoras de tabaco, vinagre, láudano y cada medicamento que se le vino a la mente con la esperanza de erradicar el increíble apetito, pero Tarrare se mantenía en la misma situación sin importar lo que intentara.
De hecho, estaba más hambriento que nunca. No había cantidad de comida en el mundo que pudiera satisfacerlo. El insaciable Tarrare buscaba comidas en sitios inimaginables. Durante un frenesí de hambre, lo atraparon bebiendo la sangre drenada a pacientes del hospital e incluso comiendo algunos cuerpos en la morgue.
Cuando un pequeño de 14 meses de edad desapareció y los rumores empezaron a señalar a Tarrare como culpable, Baron Percy terminó por hartarse. Terminó corriendo a Tarrare, forzándolo a defenderse por su cuenta, y procuró borrar toda huella de esa aventura de su mente.
La autopsia de Tarrare.
Sin embargo, cuatro años después Baron Percy recibió una carta donde le notificaban que Tarrare estaba internado en un hospital de Versalles. El hombre que podía comer de todo estaba agonizando. Era su única oportunidad para observar esta anomalía médica con vida.
Baron Percy se encontraba con Tarrare cuando murió de tuberculosis en 1798. De todos esos horribles hedores que Tarrare había expulsado mientras estaba con vida, ninguno se comparaba con la pestilencia que propagó cuando murió. Los doctores que estaban con él luchaban por no respirar los desagradables olores que impregnaron cada centímetro de la habitación.
La descripción de la autopsia es algo bastante desagradable:
“Las entrañas estaban putrefactas, revueltas e inmersas en pus; el hígado era excesivamente grande, carente de consistencia y en un estado de putrefacción. La vesícula biliar tenía magnitud considerable. El estómago en estado laxo y con parches ulcerados, la mayoría de los cuales cubrían completamente la región abdominal”.
Los médicos encontraron un estómago tan grande que prácticamente llenaba toda la cavidad abdominal. Por otro lado, su garganta era inusualmente ancha y su mandíbula podía estirarse de forma tan extrema que, según los reportes, “un cilindro de un pie de circunferencia pudo introducirse sin tocar el paladar”.
Aunque pudieron aprender más sobre la extraña condición de Tarrare, los médicos (incluido Baron Percy) decidieron renunciar ante la pestilencia.Abandonaron la autopsia a la mitad, totalmente incapaces de soportar un segundo más de aquel olor.
Sin embargo, una cosa les quedó clara: la condición de Tarrare no era mental. Cada cosa extraña que había realizado había sido motivada por una genuina y constante necesidad de comer. Cada experiencia que este pobre hombre había pasado era culpa del cuerpo con el que nació, un organismo que lo condenó al hambre eterna.