La atracción que las narraciones orales despiertan en los seres humanos son inherentes a su propia condición. Desde los tiempos más remotos, las personas se han reunido de forma entusiasta para escuchar todos aquellos relatos que otro individuo de su grupo se había dispuesto a narrar. Quizás por los portentos y aventuras que en ellas se suelen contar, quizás porque, exageradas o no, son historias basadas en hechos que nos gusta creer por reales y que, por tanto, podrían haberle ocurrido a cualquiera de nosotros, que es lo que más nos fascina y a la vez nos aterra.
Entre los relatos orales e historias para contar una noche oscura a la luz de la lumbre existe un género por excelencia, las historias de fantasmas. Podría pensarse que la atracción que la sociedad actual siente por este tipo de narraciones no es más que un fenómeno generado por el amplio universo del cine de terror, que tan en boga se encuentra en nuestro días, fruto a su vez del interés que suscitó el relato gótico durante los siglos XVIII y XIX.
Sin embargo, las historias de fantasmas hunden sus raíces mucho más de donde la visión crítica y analítica de la historia puede llegar, siendo además un rasgo común en el folklore de una gran diversidad de pueblos a lo largo y ancho del planeta. Por tanto, griegos y romanos, pilares de la civilización y cultura occidental, no iban a ser una excepción.
Así pues, son cientos los relatos de corte fantasmagórico que han pasado de generación en generación bajo el amparo de Grecia y Roma. No obstante, el carácter oral de la mayoría de ellos ha provocado que muchos se perdieran por el camino y que tan solo hayan sobrevivido, al lento pero inexorable devenir de los siglos, aquellos que algún erudito tuvo a bien poner por escrito. La historia que nos ocupa hoy aquí es uno de estos ejemplos y, posiblemente, el más famoso testimonio de casas encantadas de cuantos nos transmiten los autores clásicos.
A pesar de que la primera obra de la literatura latina en la que aparece el concepto de “casa encantada” es la Mostellaria o Comedia del Fantasma de Plauto, obra que sin duda daría para otro extenso e interesante artículo, hoy nos centraremos en la historia del filósofo y el fantasma de Plinio el Joven.
En la carta 7 que Plinio el Joven, sobrino del autor de la colosal Naturalis Historia, le escribe a su amigo Licinio Sura, amigo personal del emperador Trajano y tres veces cónsul nos encontramos una curiosa narración sobre fantasmas y casas encantadas con Atenodoro de Tarso como protagonista. Atenodoro era un famoso filósofo estoico del siglo I que fue el maestro de Octavio, el futuro César Augusto, en Apolonia de Iliria. Parece ser que siguió a Octavio a Roma y que continuó ahí con las clases. Se dice que una vez allí llegó a rebatir abiertamente con el futuro emperador, y que le ordenó recitar el alfabeto antes de reaccionar enfadado. Más tarde Atenodoro regresó a Atenas, donde empieza esta historia.
Al llegar a la ciudad de Atenas, acaba comprando una casa. Al parecer Atenodoro quedó un poco extrañado por el precio de la casa, muy barato para su tamaño, así que cuando Atenodoro preguntó por qué la casa estaba disponible a un precio tan bajo, se le informó que, cada noche, se escuchaba el choque de las cadenas provenientes de cierta habitación de la casa y que, después de un rato, el sonido de las cadenas se haría cada vez más fuerte hasta que, por fin, la imagen aterradora de un hombre viejo y decrépito aparecería en la habitación con cadenas de hierro atadas a sus brazos y arrastrándolas por el suelo tras él. Se decía que el hombre estaba extremadamente demacrado, como si hubiera muerto de hambre, y se decía que su cabello y su barba estaban enredados y enmarañados.
Atenodoro compró la casa sin dudarlo. Esa noche, colocó su escritorio en la habitación donde se decía que aparecía el espectro. Durante las primeras horas de la noche no hubo signos de actividad paranormal. Luego, alrededor de la medianoche, efectivamente, tal como le habían dicho, Atenodoro pudo escuchar el sonido del choque de los hierros provenientes de algún lugar dentro de la casa. Sin embargo, ignoró el sonido y continuó escribiendo. Pronto, el ruido se hizo más fuerte, pero Atenodoro continuó ignorándolo.
Finalmente, el fantasma apareció en la habitación, sacudiendo sus cadenas y gimiendo de agonía. Atenodoro ignoró el espectro y continuó escribiendo. La horrible figura se acercó a Atenodoro e hizo una señal para que Atenodoro lo siguiera. Atenodoro levantó la vista hacia la aparición y le indicó al espíritu que esperara a que terminara lo que estaba escribiendo. Sin embargo, el fantasma respondió sacudiendo sus cadenas directamente en la cara de Atenodoro para atraer su atención e indicándole que lo siguiera. Atenodoro se levantó, cogió su lámpara y siguió al espíritu.
La aparición llevó a Atenodoro al patio de la casa, se detuvo en un lugar determinado y luego desapareció en el aire. Atenodoro marcó cuidadosamente el lugar donde el fantasma había desaparecido con hojas y esperó hasta la mañana. Luego, contactó a los magistrados y les aconsejó que excavaran en el lugar donde el fantasma había desaparecido. Cuando excavaron el lugar, descubrieron el esqueleto de un hombre con cadenas de hierro alrededor de sus muñecas. El esqueleto claramente había permanecido allí oculto durante muchos años.
A petición de Atenodoro, el esqueleto recibió un funeral público con todos los honores. Después de ese día, el fantasma nunca más fue visto.
Esta historia ha sido contada muchas veces y muchas historias de fantasmas modernas se basan directamente en ella. Sin embargo, es simplemente el ejemplo más conocido de las varias historias de fantasmas que han sobrevivido desde la antigüedad clásica.
La creencia en fantasmas se testimonia desde los primeros textos escritos sumerios y egipcios: el fantasma de Enkidú se apareció a Gilgamesh en la llamada Epopeya de Gilgamesh. También se encuentra extendida en las epopeyas de otras civilizaciones de muy distinto desarrollo cultural. La Odisea del griego Homero y la Eneida del latino Virgilio acogen viajes de ultratumba, las llamadas nekyias. Los romanos ponían un puñado de tierra sobre el cadáver porque si no el alma erraría por toda la eternidad en la ribera de la Estigia, y era preciso poner una moneda en la boca para pagar al barquero o el alma no tendría descanso. Enterrar a los muertos y darles un funeral adecuado ha sido, desde hace milenios, de suma importancia para el sujeto. En la Grecia y Roma antiguas se temía la muerte menos que a la privación de la sepultura como lo vemos bien, por ejemplo, en la Antígona de Sófocles. Este es un paso muy importante después de la muerte, que otorga al sujeto las herramientas simbólicas para abandonar este mundo y continuar su viaje al Más Allá.
Cortesía de RUCKYENANO
No hay comentarios:
Publicar un comentario