Estoy infectada. Sabes perfectamente de qué estoy infectada. Lo has visto en las noticias. Desde hace varios meses la Organización Mundial de la Salud la declaró pandemia. Jamás creí que me infectaría, pero lo hice. Y ahora no sé qué hacer.
Al igual que muchos otros individuos de mi edad no cuento con un salario. Y tampoco dispongo de días de ausencia por enfermedad, pues un esguince en el tobillo lo consumió todo el pasado mes de enero. Brianda dijo que necesitaba la receta de un médico para que me pagaran estos días. Tienen que asegurarse de que los trabajadores no saquen provecho de la paranoia generada.
El problema es que no puedo pagar la consulta. Obviamente que no es la fortuna que tendría que pagar por una cirugía. Sin embargo, $1000 pesos por una simple revisión es casi todo el salario de una semana. Sé que debería ponerme en cuarentena, pero tampoco tengo ahorros. Si me quedo en casa sin ganar dinero ni siquiera podré pagar el alquiler. Ya sabes lo que tengo que hacer. Aunque no termino de convencerme de tener el estómago para hacerlo.
Miré el reloj y le di un trago al histiacil. Casi una hora hasta que empiece mi turno. Debo apresurarme. Con nada más que un cubrebocas encima, voy a romper la cuarentena.
Mientras avanzaba en la ruta a bordo del autobús, la enfermedad brotó de mi interior como una espesa niebla verde. Mis nocivos aerosoles transportaron diminutos patógenos maliciosos. Un niño me observó. Depredadores microscópicos se alojaron en su piel, abriéndose paso hasta los ojos y la boca. Rápidamente empezó a gotear aquella sustancia verde. Lo imaginé enfermo y agonizante. Imaginé a todas esas personas a bordo del autobús infectadas por mis aerosoles infernales. El niño me sonrío. Sonríe mientras puedas, pequeño. Antes de que la plaga se desate.
Al bajar del autobús observé miles de suicidas en potencia. Un hombre sentado en una banca lamió una gota de salsa cátsup de su mano y empezó a gotear verde. Un niño que bebía de una fuente pública también empezó a gotear verde. Una mujer, que ya goteaba, propinó un beso a su esposo regurgitando verde como un pájaro que alimenta a sus polluelos. Aquella sustancia brumosa se instaló en el suelo, lista para que la respiraran. Tosí. Los transeúntes se apartaron. Si tan solo pudieran ver lo que yo, romperían en llanto.
Al llegar al trabajo, Brianda me dijo que me retirara el cubrebocas. Que asustaba a los clientes, mientras aquella bruma verde salía de mí como un lanzallamas tóxico. Proteste, pero ella insistió.
“Sólo lávate las manos”, advirtió. “Con eso es suficiente”.
Me lavé las manos y se volvieron a ensuciar en el instante que tocaron mi aliento. Para el momento en que terminé de vestirme y registré mi ingreso al turno, la peste había llenado el edificio como humo en un incendio. Pensé en irme. Pensé en escapar. Pero no lo hice. En cambio, puse mi mejor sonrisa y saludé a la próxima víctima.
“Bienvenido a Mac Dunald, ¿puedo tomar su orden?”
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