No es ninguna novedad que vivimos y nos alimentamos constantemente de la cultura del estatus – es decir, la cultura que pone en primer lugar las apariencias, pese a que no son un reflejo fiel de la realidad. Basta abrir cualquier red social para observar a una buena cantidad de personas en una competencia sin descanso, en forma de actualizaciones de estado, sobre quien tiene a la mejor pareja, el mejor empleo, la mejor familia, las mejores fiestas, los mejores amigos, las mejores vacaciones y la mejor vida.
No es que diga esto para criticar a aquellos presumen (sutilmente o no) en Facebook la vida que tienen, incluso porque ni siquiera yo me salvo de caer en esto: por muy atenta y cuidadosa que sea una persona, en el momento menos esperado resbala y cae de bruces en la perversa práctica del “hacer para que los demás vean”. Sí, es válido reflexionar hasta qué punto esta obsesión que lleva a maquillar la realidad está permeando en nuestras vidas, y hasta qué punto están dispuestas las personas a llegar para interpretar un determinado papel ante los ojos de los demás.
Yo podría equivocarme – y si no estás de acuerdo, eres totalmente bienvenido para manifestarlo en los comentarios -, pero creo que algunas peculiaridades de la vida moderna son consecuencia directa de esa cultura del estatus, donde las cosas, experiencias y sentimientos tienen que ser evaluados constantemente ante un auditorio. Peculiaridades como…
Los grandes gestos de amor.
Como lo mencioné antes, podría estar equivocándome, pero los grandes gestos de amor son una cosa relativamente nueva, ¿no? Estoy hablando del tipo de gesto que implica tirarse de una avioneta sobre la casa de la enamorada para solicitarle matrimonio, o hacerle la propuesta frente a una multitud en un juego de baloncesto, o llevar una serenata romántica a un centro comercial – claro, todo debidamente grabado para subirlo después a YouTube y aparecer en programas televisivos de chismes y espectáculos.
Con excepción de un pequeño grupo de usuarios en Internet que está empezando a ver este tipo de acciones como una forma de coerción amorosa, la mayoría se emociona cuando ve un gran gesto de amor en acción (evidentemente, sólo cuando es correspondido. De otra forma, se trata de un ser mal agradecido ante los ojos de esas personas). “Deben amarse demasiado”, es la idea que surge entre la multitud que ve el espectáculo, junto con una buena cantidad de envidia y admiración en partes iguales.
Para la pareja se tiene reservado el gran premio – no precisamente el amor mutuo, sino ese trofeo que garantiza el estatus de pareja perfecta, amada y envidiada por la multitud. Un trofeo cuyos espectadores provienen de una selección de redes sociales diversas a su disposición, garantizándole la máxima divulgación del estatus recién adquirido. Incluso cuando el amor no es tan verdadero, o tan correcto como debería, el gran gesto parece una forma de sacrificio y de conclusión definitiva que convence incluso al más indeciso de los amantes.
En estos casos, quien válida el amor es la multitud, aunque se trate de un amor inmaduro que quizá nunca llegue a realizarse. No es que todos los grandes gestos de amor sean farsas. Creo que el 99.9% de las personas que se involucran en un gran gesto de amor lo hacen con sinceridad, o por lo menos así lo creen. Pero corresponde a esas mismas personas pensar porqué tienen la necesidad de incluir y tener la validación de una tercera parte – en este caso, de la multitud – en un asunto tan privado e íntimo. ¿Lo están haciendo por amor o por espectáculo? ¿Cuántas relaciones terminan y cuántos matrimonios se concretan para después desaparecer en nombre del espectáculo?
Los hijos como accesorios.
Mi esposo y yo estamos casados desde hace un año, 5 meses, 3 días y 6 horas y desde hace (por lo menos) un año, 5 meses, 3 días, 5 horas y 45 minutos nos preguntan constantemente sobre cuándo tendremos hijos. Por supuesto, es algo natural y lo entiendo completamente. El próximo paso después del matrimonio es la llegada de los hijos, siempre fue así.
Aun así, me incomoda un poco el hecho de que si nosotros decidimos que tendremos un hijo ahora, estoy segura que las personas van a celebrar en lugar de preocuparse por el hecho de que no tengamos condiciones financieras para criar un hijo en este momento. ¿Cómo se puede celebrar una decisión tan irresponsable?
Esto sólo demuestra lo fuerte que es el concepto de que una familia sólo puede definirse como tal (y por lo tanto, ser perfecta) con uno o dos diablillos desordenando la casa, y el hecho de encontrar esto normal nos muestra lo fuerte que es la programación martillada en nuestra cabeza desde la infancia: casarse y tener hijos.
Y aunque existan miles de razones diferentes para que una persona quiera un hijo, para algunos de estos individuos esta trayectoria predefinida debe seguirse para alcanzar el estatus de la “familia perfecta”. Es de este deseo por un determinado estatus asociado a la expectativa social antes mencionada que nace eso tan extraño que llamé “Hijos Accesorios”.
Los hijos accesorios son los niños que nacen para rellenar una familia y convertirla en algo digno de llamarse Familia (con F mayúscula, si se quiere) y presentarse en la iglesia o en la reunión de fin de año de la empresa. Los hijos accesorios generalmente son criados por las nanas o los abuelos y ven muy poco a sus padres. Como cualquier accesorio, deben tener algún atractivo. Mientras son pequeños, por sí sola su existencia es suficiente, con sus pequeñas manos y pies rechonchos, pero a medida que crecen deben desarrollar alguna habilidad para que sus padres puedan presumirlos al mundo.
Por eso, no es raro encontrar que los hijos accesorios raramente tienen una tarde libre – y siempre están ocupados en clases de ballet, inglés, piano, fútbol, baloncesto, francés, mandarín, etcétera. Esencialmente, los hijos accesorios son una extensión más de la vida perfecta que los padres intentan mostrar al mundo. Sin embargo, es importante recordar que los hijos accesorios crecen y no siempre se convierten en aquello que los padres esperaban.
Distracción generalizada.
Mira a tu alrededor. Cada día que pasa nos parecemos más a las tontas cucarachas, viendo el celular en lugar de conversar con la persona que tenemos al lado, tomando fotos a diestra y siniestra en lugar de apreciar el paisaje y anotando conquistas en lugar de conocer a nuevas personas. Nuestros celulares y las redes sociales se hicieron demasiado poderosos y tomaron el control de nuestras vidas como un parásito inteligente y letal, como los horrorosos Parásitos Asesinos que aparecen en el programa de Discovery Channel.
En nuestro caso, nos agrupamos en las redes sociales porque son una vitrina de nuestra vida y, a través de un razonamiento totalmente idiota, creemos que la vitrina es más importante que vivir la falsa vida anunciada allí (creo que ya perdí el control de esta analogía, pero lo entendiste). Esto nos conduce a una gran ansiedad por el estatus, y obviamente también a una distracción generalizada, donde la vida y las personas pasan como un telón de fondo mientras actualizas obsesivamente tu cuenta de Twitter.
Nada se aprovecha o absorbe realmente por la persona que padece distracción generalizada. Un paisaje es admirado por 3 segundos, el tiempo promedio que toma sacar el teléfono del bolsillo y tomar una foto para subirla a Instagram. Una conversación dura unos minutos hasta que alguien menciona una frase muy espiritual y la persona siente ansiedad por interrumpir la conversación para publicar la “cita” en Facebook.
Todo gira en torno al estatus divulgado, al de la propia imagen que va siendo estructurada actualización tras actualización, como un Frankenstein virtual que jamás vendrá a la vida, pues no es real. Eso sin contar que el interés que la persona afectada por la distracción generalizada tiene por los otros va hasta el momento en que evalúa si los otros están mejor o peor que ella en el gran juego de la vida – y por lo general es una evaluación que no pasa de 2 minutos en Facebook. Después de eso, sigue sacando fotos otra vez.