Olvida todo ese glamour que has visto en las películas, de hecho, el Palacio de Versalles era una tremenda inmundicia en esa época, con personas que no se bañaban, defecaban en los corredores y no lavaban su ropa.
Durante el siglo XVII, la higiene era muy precaria por toda Europa. Incluso el Palacio de Versalles tenía fama de ser inmundo, habitado por personas sin la más mínima higiene. Sin un sistema básico de saneamiento, los habitantes vivían entre la suciedad y los animales. Estas condiciones promovieron, en parte, la pandemia de peste bubónica, o peste negra, cómo se hizo conocida.
En el pasado, esta enfermedad transmitida a través de las picaduras de pulgas, diezmó a una tercera parte de la población en el continente europeo, entre realeza y plebeyos, en el siglo XIV. Considerada un castigo divino, la peste trajo al mundo el concepto de higiene personal y, de forma bastante lenta, cambió nuestros hábitos hasta llegar a las personas limpias y olorosas que conocemos hoy. Enseguida podrás conocer los hábitos de una sociedad que le hacía el feo al baño.
Los imbañables.
Durante la Europa medieval se popularizaron las casas de baño, sitios que posteriormente fueron clausurados ante el ascenso del cristianismo por promover los actos lujuriosos. En esa época, también se popularizó la creencia de que la suciedad era benéfica para la salud – una teoría aprobada por la comunidad médica, que estaba convencida de que el agua abría los poros y dejaba a los individuos expuestos a las enfermedades.
Para que te consideraran una persona limpia, bastaba con lavarse las manos y el rostro. Un baño de cuerpo entero se realizaba, como máximo, una vez al año. En este magno evento, todo el núcleo familiar se bañaba en la misma tina y con la misma agua – empezando por el más viejo y terminando por el más joven.
Como no existía el cepillo ni la pasta dental, las personas solían frotarse los dientes y las encías con paños, empleando una mezcla de hierbas para atenuar el mal aliento. Enjuagarse la boca con agua helada los ayudaba a librarse del moco, masticar apio o cáscara de sidra los ayudaba a disimular el mal aliento y el almizcle y las hojas de laurel hacían las veces de antiséptico.
La ropa se cambiaba hasta que estaba extremadamente sucia e infestada de pulgas, chinches y polillas. Generalmente estaban confeccionadas con lino, que absorbía el sebo y sudor, dejando el cuerpo purificado. Por eso, cambiando la ropa no era necesario darse un baño. Era suficiente con limpiar las partes expuestas (la cara, el cuello, las manos y los brazos).
Malos hábitos.
Tanto en Versalles como en las casas comunes, los cuartos se barrían con una especie de escoba de bambú, que sólo retiraba la parte más grande de la suciedad. Estas casas siempre estaban húmedas y con olor a sudor, la ropa de cama raramente era cambiada. Cuando una mujer iba a dar a luz, las camas eran forradas con trapos viejos y sucios. Por eso, para hacer el hedor un poco más llevadero, se quemaban sustancias aromáticas antes de ir a dormir.
Las residencias con baños, fosas y sistemas de drenaje no fueron comunes hasta el siglo XIX. Las personas atendían el llamado de la naturaleza en cualquier rincón y, en el Palacio de Versalles, las cosas no eran diferentes: los pasillos y jardines eran auténticos depósitos de desechos. Un decreto en 1715 señalaba que las heces debían retirarse de los pasillos una vez a la semana – lo que quiere decir que, previo a esto, las recolecciones eran mucho más tardadas.
El excremento.
Las necesidades fisiológicas se hacían en bacinicas al interior de las habitaciones, y su contenido generalmente era descartado por la ventana, pudiendo alcanzar a cualquier persona desprevenida que pasara por el lugar equivocado en el momento menos deseado. La limpieza íntima se realizaba con hojas de maíz – o incluso con la mano.
El pelo seboso era sinónimo de un cabello saludable y brillante, por lo que nadie acostumbraba a lavarse la cabeza. Las infestaciones de piojos eran frecuentes y cazar estos animales en la cabeza de otro era como un pasatiempo familiar. En ocasiones especiales, los cortesanos y la realeza se ponían pelucas para dar una apariencia de limpieza.
Si en nuestros días la industria de los cosméticos factura millones se debe a las mujeres malolientes de aquella época. A finales del siglo XVI apareció el polvo de arroz, una sustancia que utilizaban para enmascarar las imperfecciones del rostro – incluyendo las heridas provocadas por la falta de higiene. Las esponjas perfumadas se colocaban bajo las axilas y en las partes íntimas, y las pastas de hierbas sobre la piel para disimular el mal olor.