La historia de la humanidad está repleta de actos abominables perpetrados sin motivos aparentes. Simplemente por la facultad de “poder hacer”. Uno de los casos más recordados es el de la prisión de Stanford. Un experimento psicológico que analizaba el comportamiento humano en una estructura social donde los individuos se definían a través del grupo.
El polémico estudio reveló que, con un poco de poder, cualquier individuo maltrataría a un compañero por voluntad propia. En 2003 sucedió algo similar con una exposición artística en Dinamarca. Aquel año, una extraña y controversial “obra de arte” permitió la ejecución de un experimento denominado “Helena & El Pescador”.
Helena & El Pescador, una polémica obra de Marco Evaristti.
Firmado por Marco Evaristti, un artista chileno, se trataba de un grupo de peces dorados contenidos en simples licuadoras. Una decena de licuadoras en total, cada una repleta de agua y con un único pez dorado nadando sobre las filosas cuchillas. A los visitantes del museo Trapholt les daban dos opciones: presionar un enorme botón de “ON” y matar al pez sin ningún motivo. O no tocar nada y dejar que el pez siguiera viviendo.
Según un artículo divulgado por la BBC en la época, la obra buscaba que los individuos “lucharan contra su instinto [asesino]”. “Era una protesta contra lo que sucede a nuestro alrededor, contra el cinismo y la brutalidad que rige al mundo en que vivimos”, señaló Evaristti. En estos tiempos sería impensable que las licuadoras estuvieran conectadas a la corriente eléctrica. Supondríamos que la obra solo evocaría una excelente lección sobre la moral.
Pero, el enorme botón de “ON” no estaba allí de adorno y realmente encendía el motor del aparato. La mayoría de los individuos que visitó el museo durante la exposición no presionó el botón. Sin embargo, al menos una persona lo hizo y mató a dos peces dorados en secuencia. Probablemente experimentaba alguna clase de placer al poder hacer lo que quisiera.
Intervención de la policía en el museo Trapholt.
Se dice que otras personas se animaron a presionar el botón. Pero, rápidamente surgieron reclamos sobre el hecho de que las licuadoras estaban conectadas. Al poco tiempo, la policía exigió a Peter Meyer, administrador del museo, que desconectara los aparatos inmediatamente. Meyer se negó argumentando que dañaría la esencia de la obra, y la policía le respondió con una multa de 2 mil coronas danesas.
El hombre no pagó la multa argumentando que violaban la “libertad artística”, por lo que terminó en un tribunal acusado de crueldad animal. Increíblemente, el tribunal absolvió a Meyer de todos los cargos que se le imputaban. Y es que, según el testimonio de los veterinarios, al morir instantáneamente los animales no eran sometidos al sufrimiento prolongado. Meyer salió completamente impune, ni siquiera tuvo que pagar la multa.
A casi dos décadas estos eventos, la pieza se mantiene como un vistazo perturbador al sadismo de algunos humanos. Y también al hecho de que la crueldad no requiere de una razón o justificación. Por cierto, años más tarde Evaristti escandalizó al público al presentar otra pieza de arte perturbadora y asquerosa. Se trataba de un platillo de albóndigas hechas con su propia grasa.
Nota Cortesia de Doña Naturella
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