Era el año 1971 y John Lennon vaticinaba que el sueño había llegado a su fin. Y no se refería solamente a los Beatles, sino a todo el sueño de la década de 1960 – el sueño de tomar el poder y cambiar al mundo, de ser esa generación que renacía en algo nuevo, contraria totalmente al viejo establishment que nos regía (y lo sigue haciendo).
El otro lado del sueño.
Si de la colorida década de los sesenta solo restaban el blanco y negro de los hechos – la dureza, la amargura, el cinismo – se puede argumentar perfectamente que Lennon previó, entre presagio y propósito, lo que nos traería la década de 1970, en aquel entonces todavía por suceder: lo opuesto al sueño.
Como puntualizó el escritor estadounidense Tom Wolfe, los años de 1970 fueron la década del “Yo” – una declaración individualista que contrastaba terriblemente con la idea comunitaria que se instauró la década previa.
Pero de ninguna manera un pronóstico cínico se convierte invariablemente en una mala noticia – en cualquier escenario es posible que surja el arte de calidad. Después de todo, fue esa distopía egocéntrica la que catapultó a David Bowie, Queen, Elton John, al auge comercial de la música negra – Stevie Wonder, Marvin Gaye, la fiebre mundial de la Música Disco, el ascenso del Hip Hop, el éxito desmedido de Bob Marley y el nacimiento avasallante de Michael Jackson en una carrera que sería tan grande como el Sol.
Y, sobre todo esto, el punk. En forma de un apocalipsis redentor, que buscaba acabar con todo, el punk fue una bocanada de aire fresco para un rock que parecía condenado a asfixiarse en su propio éxito comercial.
Drogas, androginia y apertura sexual.
Se hizo necesario que hombres del espacio, vestidos como mujeres, viviendo y cantando la dureza del fin de un sueño, aparecieran en escena para ofrecer a este apocalipsis comercial un contrapeso inspirador. David Bowie y Lou Reed – y después Iggy Pop y los New York Dolls – fueron los que mejor, y primero, revigorizaron la música joven, dando identidad al “espíritu de la época” durante la primera mitad de la década de 1970.
Entre un repertorio de drogas, androginia, bisexualidad y un cúmulo de rarezas espaciales, este par intercambió el sueño de antes por una clara y sincera puesta en escena, el teatro de una realidad que ya no podía salvarse, y que por eso debía aprovecharse mientras quedara tiempo.
Aquí ya no cabía la nostalgia de las utopías interrumpidas. Los hermosos y sonrientes hippies ahora habían evolucionado en monstruos – orgullosamente andróginos, alienados, desplazados y provocadores. Los homosexuales, los transexuales, los viciosos, los marginados, todos vieron en Bowie y Lou Reed una influencia, y finalmente una voz.
El poder femenino.
No era casualidad que la androginia se hubiera integrado al espíritu de aquella época: los años de 1970 fueron un periodo importantísimo para el movimiento feminista y para las mujeres en general. Si en los años sesenta el feminismo fue gestionado y parido, en los setenta adquirió fuerza para convertirse en una práctica, llevada a la prueba de fuego que suponía el trabajo y la vida cotidiana.
Si previamente la píldora anticonceptiva y el amor libre impusieron un mínimo de libertad femenina bajo la voz del machismo; en la década que siguió, la libertad femenina sobre el propio cuerpo y las discusiones sexuales se hicieron de nuevos seguidores, temas y espacios.
1973, donde todo empezó.
Si los discos de Ziggy Stardust y Transformer, de Bowie y Lou Reed respectivamente, dieron el empujón inicial a esta nueva era de la música, se puede afirmar que fue en 1973 cuando la década dejó los pañales y el chupón para ponerse de pie.
Justamente en ese año se lanzaron Dark Side of the Moon, de Pink Floyd, el álbum debut de Queen, Sabbath Bloody Sabbath, de Black Sabbath, Alladin Sane, do Bowie, Catch a Fire, de Bob Marley, Band On The Run, de Paul McCartney, Raw Power, de The Stooges, Berlín, de Lou Reed, el primer disco de los New York Dolls, Goodbye Yellow Brick Road, de Elton John, e incluso aparecieron en escena bandas como KISS y AC/DC.
Aquellas nuevas posibilidades estéticas y los nuevos discursos de la década finalmente empezaban a tener consistencia, fuerza, autonomía y popularidad.
El apocalipsis redentor del punk.
Pero no todo era un mar de rosas para los oídos de la época. Los interminables, inocuos y somnolientos solos de guitarra de algunas bandas, la repetitivas baladas de amor del pop y la histérica pero vacía animación de la Música Disco que se apoderaba de las radios del mundo, provocaron, en parte, la extinción de la rebeldía y la visceralidad en el escenario musical.
Fue entre toda esta frustración que nació, como una némesis desnuda, pura y furiosa, el más impactante e influyente soplo estético y musical de la década: el punk. Despreciando cualquier nostalgia y cualquier tipo de esperanza sobre el futuro – “No Future”, como rezaba el lema popularizado por los Sex Pistols – el punk resultó agresivamente moderno, con canciones veloces y cortas, simples hasta el tuétano, guitarras distorsionadas tocadas por músicos que, a primera vista, apenas y podían tocar.
La verdad es que los músicos que pasaron a integrar la santísima trinidad de las bandas de este movimiento – The Clash, Sex Pistols y Ramones – daban continuidad a los ideales anti-establishment que llevaron al punk, principalmente en la dirección de su ideal más impactante: el HAZLO TÚ MISMO, una propuesta que consiste en realizar algo sin tener que ser especialista en ese algo.
Para tocar ya no había que ser un guitarrista espectacular como Jimmy Page o David Gilmour; se hizo perfectamente posible encontrar o inventar una forma – e incluso tocar técnicamente “mal”, contando con que tocaras como nadie jamás tocó. Se trataba de ser original, de darlo todo y no dejar nada para después.
No sería exagerado afirmar que la importancia de esa herencia política, ideológica y sonora del movimiento punk, y principalmente del ideal “hazlo tú mismo”, no tenía precedentes. Las posibilidades creativas dejaron de ser verticales y jerárquicas para convertirse en horizontales y totalmente libres.
El efecto libertador sobre los aspirantes a músicos – y futuros DJ’s, programadores, productores, escritores, artistas plásticos, periodistas, cineastas, poetas y seres humanos en general – transformó para siempre y de forma irreversible el rostro del escenario artístico, – para horror de los puristas, que creen que el talento se traduce en cumplir reglas y estándares académicos y para la alegría de los que esperaban, devorándose las uñas y tapándose los oídos, que la música joven volviera a ser furiosa, visceral y confrontadora.
El Hip Hop.
Y lo mismo podría decirse sobre el Hip Hop. La fuerza del discurso político y la contundencia de las voces de las comunidades afroamericanas finalmente encontraron un efecto amplificador en ese género musical en ascenso. Nombres como Grandmaster Flash, Afrika Bambaataa, DJ Kool Herc, el Universal Zulu Nation, la Sugarhill Gang, entre otros ayudaron a inmortalizar lo que llegaría más allá de un género musical para convertirse en un movimiento cultural profundamente transformador.
Junto al rap, la cultura del grafiti y del arte callejero tomarían influencias inevitables de la escena mundial de las artes plásticas. Hoy líder absoluto del mercado y una tendencia casi unánime en las radios y en los destinos del mundo, es difícil decir que no se ha sido tocado por el Hip Hop desde entonces.
Pues yo soy de los 90 pa aca, pero suena interesante esa epoca