En un remoto rincón del mundo, en la ciudad de Longyearbyen, una peculiar norma desafía los límites convencionales de la vida y la muerte. Pero esta no es una historia siniestra ni macabra. Es una anécdota que emana del frío ártico y se entrelaza con las maravillas y desafíos de la naturaleza extrema. Longyearbyen, un asentamiento enclavado en el archipiélago noruego de Svalbard, se ubica más allá de los confines del Polo Norte.
Es un lugar donde los habitantes viven inmersos en un invierno perpetuo. Donde los días se vuelven semanas y meses sin avistar el cálido resplandor del Sol. Pero no es la tristeza lo que define a esta comunidad, sino la impresionante belleza de la aurora boreal que pinta sus cielos nocturnos con colores etéreos. En este peculiar escenario, una regla singular y llamativa emerge como respuesta a la tenacidad del implacable clima.
Aproximadamente dos mil personas viven en Longyearbyen, todas sujetas a una regla extraordinaria: está prohibido morir. Sin embargo, no se trata de un mandato caprichoso, sino de una medida emanada de la peculiaridad de su entorno helado.
La prohibición de la muerte en Longyearbyen.
En 1950, el gobierno local tomó una decisión audaz. Ante el hallazgo de que los cuerpos exhumados de las víctimas de la pandemia de gripe de 1918 todavía contenían muestras activas del virus tras más de ocho décadas, decidieron que Longyearbyen evitaría que la muerte se convirtiera en una amenaza persistente en la medida de la posible. El motivo de esta iniciativa radicaba en el clima frío y su impacto en el proceso de descomposición.
La naturaleza gélida de la región actuaba como una especie de conservante natural, preservando la integridad de los cadáveres en un estado poco común. Sin embargo, las autoridades no podían evitar que las personas murieran, y la solución pasó por modificar la manipulación de los cadáveres. Por eso, cuando alguien se encuentra al borde de la muerte, se le traslada al continente para su descanso eterno.
La única excepción a esta regla es la cremación, una práctica que elimina el obstáculo de la descomposición y permite que los restos del fallecido se queden en la isla nórdica. Longyearbyen es un lugar de contrastes. La rareza de los funerales se combina con la rareza de los nacimientos. Ya que las madres optan por viajar al continente en busca de condiciones más cómodas para dar a luz. A pesar de estos desafíos únicos, la comunidad subsiste en armonía, unida por su entorno extraordinario y las experiencias compartidas que ofrece.
¿Por qué prohibir la muerte?
La ciencia arroja luz sobre el intrigante fenómeno de la preservación de cadáveres que sucede en Longyearbyen. El frío intenso proporciona un ambiente propicio para la conservación de virus y otros patógenos. A bajas temperaturas, los virus mantienen su estabilidad y capacidad infecciosa durante más tiempo. La lentitud de las reacciones químicas y la degradación biológica en el frío contribuyen a esta conservación. Las partículas virales permanecen intactas y funcionales en estas condiciones extremas.
Asimismo, la radiación ultravioleta del Sol, que normalmente dañaría a los virus, se ve atenuada en regiones frías con exposición solar limitada. Esto permite que los virus persistan durante períodos más prolongados. Por último, es importante señalar que los virus de la gripe pueden encontrar formas más eficientes de transmisión en entornos fríos y con niveles reducidos de humedad, factores que aumentan sus posibilidades de supervivencia y posterior propagación.
Otros intentos por prohibir la muerte.
A pesar de su singularidad, Longyearbyen no es la única ciudad en su intento de desafiar la inevitabilidad de la muerte. A lo largo de la historia, algunos lugares buscaron implementar medidas poco convencionales para abordar problemas particulares. Estas singulares acciones, aunque sorprendentes, dejaron una marca curiosa en la cronología de la normativa municipal.
Un caso emblemático tuvo lugar en 2012 en Falciano del Massico, una pintoresca localidad italiana. El entonces alcalde se propuso llevar a cabo una iniciativa que buscaba, en esencia, vedar el acto inevitable de fallecer. No obstante, esta medida chocó con una ironía palpable: la ciudad carecía de un lugar designado para los restos mortales. A pesar de este obstáculo insuperable, la orden no estuvo exenta de desobediencia, desafiando la lógica y la realidad misma.
El concepto de prohibir la muerte se expandió más allá de las fronteras italianas. Localidades como Lanjarón en España y Sarpourenx en Francia también se sumaron a esta singular corriente legislativa. Sin embargo, estas iniciativas compartieron un destino común: la falta de éxito en su implementación. La imposibilidad inherente de controlar un proceso natural y universal se alzó como un recordatorio ineludible, dejando en evidencia la desconexión entre el propósito de estas leyes y la realidad tangible.
En 2005, el panorama brasileño se tiñó de una extravagancia similar cuando el alcalde de Biritiba-Mirim en el estado de São Paulo intentó restringir el acto de morir. Esta medida derivó de la saturación del cementerio local. El proyecto propuso multas para las familias que no cumplieran con esta peculiar prohibición, pero encontró un freno en el Concejo Municipal, que vetó esta singular propuesta del ejecutivo local. Esta controversia reveló la complejidad de regular eventos naturales y la necesidad de soluciones más pragmáticas.
Estos episodios de gobiernos intentando prohibir la muerte, si bien insólitos, también ofrecen una perspectiva fascinante sobre la relación entre el poder normativo y las limitaciones inmutables de la vida humana. Aunque en la mayoría de los casos estas medidas resultaron ineficaces y paradójicas, su recuerdo perdura como un ejemplo de la búsqueda humana por controlar lo incontrolable.
Nota Cortesia de Don Beto Alfaro
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